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Ambos contendientes se miraron a los ojos con respeto y bajaron levemente la cabeza como muestra de cortesía antes de colocarse los yelmos. Elin echó el brazo a un lado y dejó que el Bello Desconocido pasara las asas del escudo verdinegro de su casa por su antebrazo.

–Suerte –le dijo sonriendo, y la joven inhaló una profunda bocanada de aire, sacando la misma espada que había cercenado la cabeza de Tremolgón y que sería la herramienta que defendería su honor entredicho.

Frente a ella, Perceval cubría su torso con un escudo de círculos de gules sobre campo de oro, de forma ligeramente apuntada en su parte inferior, y tenía el brazo de la espada ligeramente retrasado; Elin supuso que el plan de Perceval era lanzar un molinete veloz para alcanzarla, lo que sería lógico si se pensaba en lo que se decía de su forma de luchar: veloz y furiosa, como un lobo rabioso.

Se lamió los labios, repentinamente secos, y comenzó a dar pequeños pasos hacia él, con el cuerpo ladeado para ofrecer el menor blanco posible. Aunque no quitó sus ojos del caballero ni un solo momento, el golpe le vino de improviso. Vio un destello de acero e, inmediatamente después, sintió el terrible mazazo en el borde de su escudo, pues solo por una cuestión de mero instinto había logrado elevarlo lo suficiente como para evitar que alcanzara su hombro.

Ginebra ahogó un gemido, mientras los caballeros, la mayoría de ellos, aplaudían la ejecución del golpe, y Merlín se frotó el caballete de la nariz preocupado. En su rostro siempre misterioso pareció crecer una nube de duda, como si no se hubieran cumplido sus previsiones.

–Podéis dejarlo cuando queráis –decía Perceval, lanzando otro tajo que arrancó astillas del escudo de Elin, como si fuera un leñador talando gruesas hayas–. No deseo haceros daño.

–Y no me lo haréis –dijo entre dientes Elin, soportando la tormenta de golpes aunque empezaba a no sentirse capaz de vencer el combate.

La joven estaba a la defensiva, totalmente a merced de Perceval, que sonreía con satisfacción aunque nadie pudiera ver su cara. Descargaba tajos y estocadas que hacían retroceder a Elin un paso tras otro, gritando como un poseso con cada golpe que daba, dispuesto a vencer e incluso, si fuera necesario, humillar a la dama que se había creído en su orgullo un caballero digno de manejar el acero y proclamar ante el Rey Arturo que con su habilidad había acabado con el terrible castigo que asolaba Inglaterra. Mellar el escudo no era como darle unos azotes en las posaderas, pero tendría que bastar para enseñarle modales.

Elin casi no sentía el brazo. Era como si se lo hubiesen arrancado a la altura del codo, pues las vibraciones de los fuertes golpes que paraba resonaban hasta el tuétano. Estaba terriblemente cansada y no había logrado siquiera lanzar un triste tajo, y notó cómo la amargura de la derrota la poseía, llenando de bilis su boca y lágrimas sus ojos. Iba a ser derrotada y…

Entonces, tropezó, para aumentar aún más su mala dicha. Al ser obligada a retroceder continuamente, no podía asentar sus pies con firmeza en el suelo y trastabilló, perdiendo el equilibrio. Dio un par de pasos hacia atrás agitando el brazo de la espada con torpeza en el aire al tiempo que un gran “¡oh!” se levantaba entre el público. Solo gracias a su agilidad no cayó de culo al suelo, lo que habría provocado una mayor vergüenza, y logró mantenerse en pie justo para ver cómo Perceval se lanzaba como un toro enfurecido contra ella, con la espada como si fuera una lanza, dispuesto a embestirla sin preocuparle que la dejara malherida.

Algo, como le había ocurrido cuando luchó con el gigante, se despertó dentro de ella. La mente de la joven calculó de inmediato todas las posibilidades y tomó la decisión más favorable. Si tuviera que explicarlo, Elin diría que era como si el mundo se detuviera, lo que le permitía contemplar lo que tenía alrededor y pensar sobre lo que iba a pasar en los momentos siguientes, como si ella permaneciese al margen del tiempo por un período pequeño, pero suficiente como para poder reaccionar con acierto.

Así, Elin colocó el escudo adelantado sacando fuerzas de flaqueza y gimiendo de dolor debido al entumecimiento que sentía, y Perceval, que no pudo frenar el ímpetu ni la trayectoria de su propio movimiento, hizo que la punta de su espada se clavara hondamente en la madera, de tal forma que la traspasó arañando la coraza que cubría el antebrazo de Elin y produciendo un desagradable chirrido.

El caballero permaneció inmóvil, atónito, pero antes que pudiera dar un tirón con el que liberar su arma, Elin soltó una patada contra su torso al tiempo que atrasaba con rapidez el brazo de su escudo.

Perceval acabó en el suelo, despatarrado y desarmado.

Los caballeros gritaron y aplaudieron, y Elin respiró profundamente, recuperando el aliento. Al subirse la visera, en su cara enrojecida por el esfuerzo lucía una amplia sonrisa.

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