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Capítulo 1

Capítulo 2: (I)(II)(III)(IV)(V)

Había oído, de labios del tutor que sus padres le habían conseguido, de las salas repletas de armarios y vitrinas que contenían manuscritos en las dependencias de los monasterios y que hacían palidecer al solitario estante de la sala en la que recibía las clases, pero no había visto jamás una colección de libros como la que tenía enfrente.

Diez armarios y unos cuantos anaqueles se repartían a lo largo de las paredes laterales, mostrando rollos y tomos que podían ser leídos con facilidad en la bancada que ocupaba el centro de la sala, sobre la que incidía la hermosa luz filtrada por un ventanal blanquecino al fondo, mirando al este. El suelo, forrado de fina madera, no producía ningún sonido al andar sobre él, y Elin permaneció por unos instantes anonadada, contemplándolo todo desde el umbral.

En realidad, el arranque que había tenido con Kay había sido más bien fruto del deseo de ponerle en su sitio que de contar la verdad: los estudios que le había impartido el hermano Kevin le habían hecho conocer a los grandes nombres del pasado y sus ideas, pero, de ahí a leerlos…

Sin embargo, sí era cierto que quería saber más sobre criaturas mágicas. No tenía ninguna duda de la relación entre Tremolgón y el sátiro, pues ambos aparecieron de la nada del mismo modo, y estaba dispuesta a resolver el enigma de cómo se habían materializado, con o sin ayuda de Merlín.

Así que se dirigió al primero de los estantes y leyó con atención las hojas colgadas de una cuerda cercana, donde se reflejaban los títulos presentes en el mismo.

Nada que le pudiera interesar en ella.

Ni en la segunda.

Tras haber consultado la mitad de las listas, y pensando que no había nada allí que le ayudara, oyó el suave golpe de los nudillos sobre el quicio de la puerta. Al girarse contempló a uno de los más célebres caballeros de Camelot, Tristán de Lyoness, con postura relajada, descansando el peso del costado en la madera, los pulgares metidos en su cinto y la ancha cara sonriente. Sus labios, algo gordezuelos, esbozaron una sonrisa.

–¿Cuánto tiempo lleváis ahí, caballero? –Elin se molestó al pensar que pudiera haber sido observada mientras rebuscaba.

–Acabo de llegar, mi señora. –Hizo una graciosa reverencia acompañada de un floreo de manos y señaló un armarito al fondo–. Os recomiendo los de ahí.

–¿Perdonad?

–¿Buscáis tratados sobre criaturas mágicas, no es así?

–Pues… sí –respondió Elin, mirándolo con cierta sospecha–. ¿Cómo lo sabéis?

–Simple. –Se miró las puntas de los dedos, largos, finos, de alabastro, y sonrió–. Kay me lo ha dicho. No es que yo sea el bibliotecario oficial de Camelot, pero nadie en todo el castillo se mueve mejor entre todos estos libros. Ni siquiera Merlín –terminó levantando y agitando en el aire el índice, un movimiento que provocó una risita en Elin.

–¿Y me recomendáis alguna obra en especial, señor? –La muchacha se vio contagiada de la jovialidad de Tristán y puso los brazos en jarras, como desafiándole.

Tandem foedus magicae, como se le conoce, aunque el título completo ocupa toda la página. Y no es un libro de páginas pequeñas, mi señora.

–¿Quién es su autor? –preguntó, intrigada.

–Aquel al que se reconocen numerosos textos a lo largo de la historia y es el más esquivo de todos ellos…

–¿Anónimo? –Ambos rieron.

Instantes después, Elin tenía la nariz sumergida en el libro, cuyo olor a cuero y tinturas metálicas subían hasta ella en oleadas conforme pasaba las páginas. Era un rico tratado en vitela, de primorosas miniaturas que, en algunos casos, movían al horror por las criaturas en él representadas.

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