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Elin detuvo la yegua y descendió con agilidad para contemplar más de cerca el frondoso rosal. Había salido esa mañana temprano, justo después que el sol asomara tras el horizonte, con la intención de aclarar su mente cabalgando. Los últimos días habían sido casi turbadores, desde la instalación en Camelot hasta los galanteos del Bello Desconocido, pasando por las miradas nada disimuladas de reprobación que le seguía dedicando sir Kay, el senescal del reino. No entendía cómo podía resultarle tan desagradable verla, y cuando creía que no le oía, decía que se dedicaba a corretear por los pasillos de la corte jugando a ser lo que no era. Solo su mayor educación y el no querer ganarse una reprimenda de Arturo refrenaban su lengua, pues ardía en deseos de decirle unas cuantas cosas que aclararan de una vez por todas que ella era una más de la Tabla Redonda.

Se agachó al ver algo entre las ramas espinosas, olvidando la avinagrada cara de Kay. Un conejito, el muy torpe, se había metido ahí sin saber que su atrevimiento le podía costar una herida.

–Chist, chist. –Intentó calmarlo mientras apartaba las ramas con la punta de su espada–. No tengas miedo, pequeño. Pronto podrás irte a casa…

El animalillo, al ver que podía escapar, movió las patas lo más rápido que pudo y pasó junto a la joven, que sonrió con dulzura. En unos cuantos brincos, el conejo desapareció de su vista.

Suspirando, se incorporó y miró al cielo, azul, sin una nube, sacudiéndose el polvo que impregnaba sus rodillas. Parecía que el día iba a ser muy hermoso.

Decidió no volver a montar y cogió a Perla de las riendas, disfrutando del ligero calor que bañaba su rostro. Era junio, y los días eran largos, luminosos y dorados, como si el propio clima hubiera decidido acompañar al rey y otorgar un magnífico fondo de placidez sobre el que desarrollar las ideas de paz y justicia de Arturo.

–¿Qué dices, Perlita? –preguntó acariciando la testa de la yegua cuando esta relinchó–. ¿Hueles algo?

Elin se extrañó al escucharla piafar con inquietud. No quiso avanzar más pese a que intentó que continuara; había clavado los cascos, decidida a no seguir avanzando, así que la joven pensó que algo iba mal.

Miró a un lado y otro, pero no había nada sospechoso. Estaban solas las dos, mujer y yegua, y nada se movía en las cercanías.

Con todo, su instinto le decía que algo estaba a punto de pasar, y echó mano al pomo de su espada, comenzando a desenvainarla, apenas medio palmo, para enfrentarse a cualquier posible…

De repente, se sintió sin fuerzas. Las piernas le temblaron y sintió como si una helada garra oprimiese su corazón. Se llevó la mano al pecho, respirando agitada, y se apoyó en la montura para no caer al suelo.

Perla relinchó, y en el sonido había auténtico pavor.

No muy lejos se vislumbraban las murallas de Camelot y Elin se preguntaba quién tendría la osadía de atacarla tan cerca de la corte del rey. El dolor crecía por momentos y apretó los dientes hasta hacerse daño para intentar soportarlo. Una figura se formó frente a ella, de forma tal que parecía que un pintor inepto estuviera aplicando la pintura sobre la realidad con sus dedos, creando una forma de bordes confusos en la que primaba el negro y que creció hasta llenar su campo de visión. Un olor a huevos podridos acompañaba al grueso hombre aparecido frente a ella, que se carcajeó pasando una mano por su cabeza pelada.

–¡No deberías salir tú sola, pajarita! –se mofó mirándola de arriba a abajo con lascivia; Elin inhalaba aire a duras penas, lo justo para mantenerse consciente, y no pudo replicar–. No son buenos tiempos para las muchachas hermosas.

La joven abrió los ojos con temor al ver que el hombre, lamiéndose los labios, avanzaba hacia ella. Se encontraba por completo a su merced, sin poder reaccionar, y no tuvo ninguna duda de lo que planeaba hacerle. El miedo la invadió e intentó librarse de la parálisis que la atenazaba, sin éxito.

–¿Para qué resistirse, chica? –El hombre, una cabeza más alto que Elin, se plantó delante de ella y comenzó a deslizar las manos sobre sus brazos. Pese a estar cubiertos por las mangas del jubón de monta, le pareció sentir las palmas repugnantes y húmedas sobre la piel y clavó los ojos en él intentando desafiarle, pero provocando, por el contrario, su risa de nuevo.

Cuando todo parecía perdido, oyó unos pasos que crujían sobre la gravilla del camino y el hombre se detuvo, molesto por la presencia de alguien más en el lugar.

–¿Qué es lo que aquí ocurre? –inquirió una voz a la espalda de Elin, una voz femenina dulce y cantarina, que le recordó al hermoso arrullo del riachuelo recién nacido cayendo sobre los cantos.

–¡Nada de tu incumbencia! –replicó él, agitando un puño.

–¿No es nada, Elin? –preguntó la recién llegada tras colocarse a su vera, una mujer delgada y pequeña, cubierta por una túnica del verde de la hierba recién mojada y los rasgos escondidos tras una capucha. Se preguntó quién podía ser y cómo la conocía–. Creo que sí es algo, mozarrón.

En la voz de la mujer había un claro sarcasmo que hizo que el hombre resoplara como un toro enfurecido y Elin temió por la vida de su inesperada ayuda, pero, antes siquiera que él pudiera replicar, la mujer extendió una mano frente a sí y, más veloz de lo que Elin había visto jamás en nadie, tocó con sus dedos índice y meñique el torso del rufián.

Que cayó al suelo como un fardo.

Al fin, Elin pudo respirar con normalidad y tragó grandes bocanadas de aire, sintiendo que volvía a estar en posesión de su cuerpo. La mujer no dijo nada, esperando a que se recompusiera mientras cepillaba las crines de Perla con unas manos de estilizados dedos, blancos como el mármol y terminados en largas uñas.

–¿Te encuentras bien, Elin?

–Os debo la vida, señora –dijo asintiendo.

–La vida no sé. –En su voz había un deje de diversión–. Lo más seguro es que solo vuestro honor de doncella.

Elin no supo qué decir y, obviando el comentario, puso la rodilla derecha en tierra y levantando la cabeza hacia la mujer dijo:

–Os lo agradezco, de todos modos. El bellaco me había embrujado…

–Así es, dama Elin de la Tabla Redonda –la interrumpió–. Hay más espíritus y nigromantes en esta tierra de lo que mi hermanastro está dispuesto a creer.

–¿Hermanastro?

–En efecto. –La mujer, por fin, apartó la capucha mostrando unos rasgos afilados y hermosos, crueles pero bellos, que recordaron a Elin el filo de la más perfecta de las espadas, y se vio atrapada por los enormes ojos, del mismo color que la túnica que vestía y que lanzaban alfilerazos de inteligencia y orgullo al mirarla con detenimiento–. Soy Morgana, hermanastra de Arturo.

Elin disimuló como pudo el sobresalto que le provocó escuchar el nombre de la mujer. Se decían cosas en los pasillos de Camelot sobre los poderes de Morgana la bruja, acusándola de tratos con el demonio y pactos con los poderes muertos, mientras Arturo hacía oídos sordos a tales habladurías desechándolas con desdén. El rey no creía ni por un solo momento que la hija de su madre albergara deseos de venganza por el trato que Uther había dispensado a Ygraine.

–No sabía –dijo Elin, refiriéndose al viaje que por tierras del continente había estado haciendo Morgana– que hubierais regresado, señora.

–Desembarqué ayer mismo. –Se miró los dedos de largas uñas y toqueteó al hombre caído en el suelo con la punta de su zapato, sonriendo.

–¿En Myching? –Se refería al puerto marítimo más cercano a Camelot.

–No. En Gippeswick.

Elin sacudió la cabeza con incredulidad. Había muchas leguas de distancia hasta allí como para recorrerlas en un solo día, así que asumió que le estaba tomando el pelo.

–¿Y qué vamos a hacer con él? –preguntó Morgana, arrodillándose y señalando al hombre.

–¿Está… muerto?

–No creo. –Se encogió de hombros, no muy interesada por la suerte del bellaco–. A no ser que su corazón sea flojo, solo está desmayado.

La joven puso su mano sobre la boca del hombre, comprobando que respiraba. Pese a sus malvadas intenciones, no le deseaba en realidad la muerte.

–Llevémoslo ante el rey.

–¿Una denuncia? –La pregunta de Morgana sonó a mofa.

–Sí. El tribunal de Arturo lo juzgará…

–¡Ja! –La interrupción fue hecha sin asomo de humor–. ¡No seas chiquilla! En primer lugar, las leyes de Arturo no se pueden aplicar a este gusano.

–¿Por qué? –inquirió Elin confusa.

–No es un caballero, ni un bandido. No es un noble ni un villano. Por no ser, Elin, no es de este mundo siquiera.

La joven miraba a Morgana atónita, sin saber qué decir mientras hablaba. Se fijó entonces, cuando la hechicera abrió los párpados del hombre, en que los ojos de éste relucían con un brillo rojizo antinatural y sin quererlo, se echó hacia atrás un paso.

–¡No temas, brava Elin! ¿Acaso no diste muerte al gigante Tremolgón? ¿Qué puedes temer de un sátiro inconsciente?

–¿Un sátiro?

–Sí, chiquilla. De eso se trata. Y por eso no podemos llevarlo a Camelot.

»Yo me encargaré de él.

Elin, a su pesar, reconoció que el asunto la sobrepasaba, así que asintió, deseando alejarse del lugar, del sátiro y de Morgana, quien, pese a haberla ayudado, no terminaba de inspirarle confianza. No obstante, dijo:

–¿Le ayudo con el cuerpo, señora?

–¡Oh, no es necesario! –La miró con sus profundos ojos verdes y sonrió de forma seductora. Con un ademán de la mano, el cuerpo comenzó a flotar tras ella cuando Morgana echó a andar.

Elin lo contempló sin emitir un solo sonido, petrificada. Las maravillas ese día no parecían cesar.

Para cuando montó en Perla, Morgana, seguida por el horripilante fardo, se había internado en el bosquecillo que se desplegaba hacia el este. Elin decidió volver a Camelot, pues no estaba muy segura de querer más emociones por el momento.

Todavía sin saber muy bien qué pensar sobre lo que había ocurrido, Elin atravesó el gran portón de entrada a Camelot. Las murallas, de gruesos sillares que habían sido encalados con tal cuidado que parecían estar hechas de escayola, la cobijaron y sintió una gran tranquilidad al haber llegado al sitio más seguro del mundo. Allá, a lo lejos, podían rugir los tambores de guerra y aullar las criaturas malvadas que habían dejado a la oscuridad adueñarse de sus corazones, pero Arturo era una luz que resplandecía en la noche, un faro al que seguir en la búsqueda de la paz y la justicia.

Los cascos de Perla levantaban ecos en el vacío patio de armas; seguía siendo demasiado temprano para que incluso los trabajadores de la corte estuvieran afanados en su trajín diario. Dirigiendo a la yegua hacia los establos, Elin miró hacia el cuerpo central de la fortaleza y, como siempre, se maravilló por la hermosura de la construcción y el aire de poder que destilaba. Tras una de las ventanas, creyó ver un rostro que la observaba, pero estaba en los pisos superiores, así que no pudo determinar de quién se trataba.

No quiso llamar a ningún mozo de cuadras y dejó a Perla junto a un montón de heno.

–Vamos, chica –le dijo a las orejas, y el animal soltó un suave relincho–, enseguida te traerán algo de forraje. No me mires así.

–¡Dama Elin! –La joven se volvió quitándose los guantes de piel negra y contempló a Daniel, un chiquillo de poco más de diez años que siempre estaba revoloteando.

–Hola. ¿Ya estás con ganas de jugar? –El chico hizo un mohín para intentar ocultar el rubor de sus mejillas que siempre le asaltaba cuando hablaba con Elin. Ella rio y le revolvió el pelo del color de la almendra–. Voy a cambiarme, pero luego…

–¡Daniel! –gritó la madre del niño entrando como un huracán en el establo–. ¿Qué te tengo dicho de molestar a los señores?

–No es molestia, Elisa –dijo con rapidez Elin; el chico corrió a toda prisa junto a su madre con expresión contrita.

–Discúlpele, dama Elin. –La mujer no había hecho ni caso a sus palabras–. Este niño siempre está metiéndose donde no debe.

Regañando y arrastrando del brazo a Daniel, la mujer desapareció como una centella de la vista de Elin. Seguía sin entender por qué el senescal no permitía la confraternización del servicio con los caballeros. Era su prerrogativa mandar sobre ellos, pero en las tierras de su padre nunca se había trazado una línea divisoria tan tajante entre señor y vasallo.

Por supuesto, todos los trabajadores eran tratados con corrección y se mostraban contentos de prestar sus servicios, por lo que Elin más bien pensaba en ello como una cuestión de calor humano, de cercanía para con la gente que compartía el mismo lugar de residencia con ella.

Al acercarse a la entrada lateral más cercana a sus aposentos, Perceval le salió al paso. Con una ancha sonrisa en su rostro cuadrado y varonil, le dio los buenos días.

–¿Ya has vuelto de cabalgar, Elin?

–He tenido… un encuentro. –El caballero la miró preocupado, pero al comprobar que no tenía daño alguno, mostró su alivio; no era infrecuente que los jabalíes salieran al paso de los caballos y provocaran algún que otro accidente.

–¿Qué ha ocurrido? –preguntó Perceval intrigado.

–He visto a Morgana.

Al decirlo, los ojos de Perceval se achicaron hasta convertirse en rendijas y su voz se hizo más grave de lo que ya era normal en él:

–¿Ha regresado? ¿Está en Camelot?

–No. –Elin movió la cabeza con cierta vehemencia–. Me ayudó, en realidad. Como lo oyes, Perceval, no pongas esa cara.

–Me resulta extraño de creer, la verdad –replicó él con desagrado.

–Pues es así –zanjó Elin, algo molesta–. He oído lo que se dice de ella, pero no me ha parecido tan fiera como la pintáis.

–Ten cuidado, Elin –la advirtió él.

–Siempre lo tengo. –La réplica de la joven fue abrupta, pero no le gustó el tono condescendiente de Perceval. Irguiendo la espalda, orgullosa, Elin entró en el edificio mientras, tras ella, el hombre se rascaba el mentón preocupado.

Una vez en su alcoba, Elin se desvistió y optó por un vestido cuyo color evocaba a las fresas maduras, de amplias mangas que se abrían desde el codo y recatado escote en la base del cuello. Gustaba de montar a caballo al estilo de los varones y para eso necesitaba calzas y pantalones, pero le encantaba que su feminidad quedara resaltada al ceñirse el busto con sedas, satenes y tules. Tras recoger su melena en un moño alto, se miró pensativa en el espejo sobre el tocador sin contemplarse en realidad, pues pensaba en quién podría darle fidedignas noticias sobre Morgana. La mujer la había intrigado, y no acababa de creer las maledicencias de Kay y otros, achacándolas a su forma de ser altanera y ególatra. Quizá la reina Ginebra le pudiera dar otro punto de vista, pero Elin no sentía la suficiente familiaridad con ella como para tratar un asunto que pudiera ser espinoso; lo mismo le pasaba con Arturo con quien, en realidad, había cruzado escasas dos frases desde que la nombró miembro de la Tabla Redonda.

Su amigo, el Bello Desconocido, con quien había pasado el mayor tiempo dando alas a una dulce amistad, llevaba dos días fuera recorriendo los caminos en pos de su nombre olvidado, por lo que no podía contar con él.

Quedaba la opción de Merlín, a quien todavía había visto menos que la pareja real. Encerrado siempre en su taller del ala oriental, el mago mantenía la gruesa puerta de roble cerrada a cal y canto y nadie osaba molestarle, pues sus enfados eran legendarios. Muchos se burlaban de él comparándolo con los eremitas barbudos y malolientes; la muchacha pensaba que, si tales cosas llegaran a los oídos del mago, la risa se les podría convertir en llanto.

Sin embargo, recordaba que el día que llegó a Camelot intercedió por ella, así que se armó de valor y se plantó frente a la puerta. Estaba a punto de golpearla cuando oyó pasos que venían corredor abajo, y el sonido de una tonadilla silbada llegó hasta ella. Se trataba del senescal, quien tenía esa molesta costumbre cada vez que estaba solo, como si no quisiera que el silencio se apoderara de la zona en derredor suyo.

–Dama Elin –la saludó con frialdad.

–Senescal. –Elin hizo un pequeño movimiento de cabeza, lo justo para no mostrar descortesía, y levantó la mano de nuevo para llamar.

–Merlín no está dentro –dijo Kay con cierto regocijo.

–¿Ha salido? –En la cara de la joven asomó la decepción; ¿acaso no estaba siempre ahí conjurando, invocando y creando pócimas? ¿Tenía que elegir justo ese día para salir del laboratorio?

–Así es –respondió él–. Ha partido al Bosque de los Druidas. O a la Montaña de Farbrás, o se habrá embarcado en alguno de esos viajes de locura que hace de vez en cuando.

–Pensaba hablar con él…

–Ya imagino. –El tono de sarcasmo fue más que evidente–. Es posible que regrese esta noche. O el mes que viene, nunca se sabe.

Elin bufó mientras pensaba en la gran ayuda que le estaba suponiendo el senescal.

–Si puedo ayudaros en algo, dama Elin…

El tono solícito no engañó a la joven pero, con el fin de molestar un poco al estirado caballero, mostró una amplia sonrisa y, con la más almibarada de sus voces, dijo:

–En realidad sí, senescal. –Los ojos de Kay hablaron por sí solos al girar sobre sus órbitas–. Quería que Merlín me recomendara un tratado sobre fauna mágica…

–¡Ah! ¿Pero sabéis leer?

La impertinencia de Kay hizo que Elin boqueara un par de veces.

–Por supuesto, señor –contestó con un punto de rabia–. Leo y escribo a la perfección en latín y griego, conozco a los grandes autores, desde Homero a Ovidio, de César a Epicuro, desde Aristóteles a…

–Sí, sí, veo que sois una dama muy culta. –Kay la atajó impaciente con un ademán de la mano–. Ya sabéis que la biblioteca está a vuestra disposición. ¿O no habéis estado?

–Pues… no. –Elin sintió las mejillas arreboladas. Los días habían pasado entre paseos a caballo, entrenamientos con espada y prácticas de tiro con arco y cetrería–. ¿Seríais tan amable de indicarme dónde está?

–Por supuesto, dama Elin –contestó, y Elin detectó las ganas de carcajearse que tenía el hombre–. Seguidme.

Así, tras los pasos de Kay, recorrió sitios de Camelot que aún no conocía dada la enormidad de la fortaleza, y Elin llegó a la más hermosa, nutrida y extraña biblioteca de toda Inglaterra.

Había oído, de labios del tutor que sus padres le habían conseguido, de las salas repletas de armarios y vitrinas que contenían manuscritos en las dependencias de los monasterios y que hacían palidecer al solitario estante de la sala en la que recibía las clases, pero no había visto jamás una colección de libros como la que tenía enfrente.

Diez armarios y unos cuantos anaqueles se repartían a lo largo de las paredes laterales, mostrando rollos y tomos que podían ser leídos con facilidad en la bancada que ocupaba el centro de la sala, sobre la que incidía la hermosa luz filtrada por un ventanal blanquecino al fondo, mirando al este. El suelo, forrado de fina madera, no producía ningún sonido al andar sobre él, y Elin permaneció por unos instantes anonadada, contemplándolo todo desde el umbral.

En realidad, el arranque que había tenido con Kay había sido más bien fruto del deseo de ponerle en su sitio que de contar la verdad: los estudios que le había impartido el hermano Kevin le habían hecho conocer a los grandes nombres del pasado y sus ideas, pero, de ahí a leerlos…

Sin embargo, sí era cierto que quería saber más sobre criaturas mágicas. No tenía ninguna duda de la relación entre Tremolgón y el sátiro, pues ambos aparecieron de la nada del mismo modo, y estaba dispuesta a resolver el enigma de cómo se habían materializado, con o sin ayuda de Merlín.

Así que se dirigió al primero de los estantes y leyó con atención las hojas colgadas de una cuerda cercana, donde se reflejaban los títulos presentes en el mismo.

Nada que le pudiera interesar en ella.

Ni en la segunda.

Tras haber consultado la mitad de las listas, y pensando que no había nada allí que le ayudara, oyó el suave golpe de los nudillos sobre el quicio de la puerta. Al girarse contempló a uno de los más célebres caballeros de Camelot, Tristán de Lyoness, con postura relajada, descansando el peso del costado en la madera, los pulgares metidos en su cinto y la ancha cara sonriente. Sus labios, algo gordezuelos, esbozaron una sonrisa.

–¿Cuánto tiempo lleváis ahí, caballero? –Elin se molestó al pensar que pudiera haber sido observada mientras rebuscaba.

–Acabo de llegar, mi señora. –Hizo una graciosa reverencia acompañada de un floreo de manos y señaló un armarito al fondo–. Os recomiendo los de ahí.

–¿Perdonad?

–¿Buscáis tratados sobre criaturas mágicas, no es así?

–Pues… sí –respondió Elin, mirándolo con cierta sospecha–. ¿Cómo lo sabéis?

–Simple. –Se miró las puntas de los dedos, largos, finos, de alabastro, y sonrió–. Kay me lo ha dicho. No es que yo sea el bibliotecario oficial de Camelot, pero nadie en todo el castillo se mueve mejor entre todos estos libros. Ni siquiera Merlín –terminó levantando y agitando en el aire el índice, un movimiento que provocó una risita en Elin.

–¿Y me recomendáis alguna obra en especial, señor? –La muchacha se vio contagiada de la jovialidad de Tristán y puso los brazos en jarras, como desafiándole.

Tandem foedus magicae, como se le conoce, aunque el título completo ocupa toda la página. Y no es un libro de páginas pequeñas, mi señora.

–¿Quién es su autor? –preguntó, intrigada.

–Aquel al que se reconocen numerosos textos a lo largo de la historia y es el más esquivo de todos ellos…

–¿Anónimo? –Ambos rieron.

Instantes después, Elin tenía la nariz sumergida en el libro, cuyo olor a cuero y tinturas metálicas subían hasta ella en oleadas conforme pasaba las páginas. Era un rico tratado en vitela, de primorosas miniaturas que, en algunos casos, movían al horror por las criaturas en él representadas.

Leer latín, Elin leía. Pero ni tenía tiempo suficiente, ni necesitaba empaparse de todo lo que en el libro el autor había considerado digno de ser reseñado, por lo que pasó las páginas echando un vistazo a las imágenes, comprendiendo que cada una de las miniaturas encabezaba una sección diferente del tratado, secciones en las que se trataba de las criaturas representadas.

–Está estructurado en capítulos –reflexionó la joven en voz baja.

–Así es. –Tristán, que se había sentado junto a ella, miraba los dedos de Elin moviéndose a gran velocidad, y no pudo evitar sentir un escalofrío al pensar que alguna de las hojas, por muy fuerte que fueran, pudiera quebrarse–. Por favor, mi señora. Os ruego que paséis con más cuidado las…

–¡Ah, mirad esto, Tristán! –Resultó evidente que Elin no hizo ni caso a las cuitas del caballero–. ¡Un sátiro!

Señaló sin el menor recato una figura desnuda, de piel del color de la aceituna madura, cuyo miembro erecto se adelantaba varios palmos por delante de él y por entre cuyos labios entreabiertos asomaba una lengua lujuriosa; ocupaba un lateral de la composición, una escena que se desarrollaba en un paraje boscoso, en el que las copas de frondosos árboles de hojas doradas crecían arrullados por las suaves aguas de un lago cristalino. Un cortejo de hadas, enanos, gente del hermoso pueblo y gnomos de feo aspecto hablaban, cantaban, bailaban en corro y reían mientras la luna plateada los observaba desde el cielo estrellado; bajo cada una de las figuras había un rótulo con su nombre.

–Sí, es un sátiro –confirmó Tristán bizqueando, y ella pareció darse cuenta del tamaño de lo que el ser tenía entre las piernas.

–¡Oh! –dijo apartando la mano de inmediato y mirando al techo azorada, pero Tristán la ayudó a salir del trance cuando colocó su dedo sobre uno de los párrafos.

–Aquí tenéis la descripción de la criatura, mi señora. Aunque os he de advertir… También incorpora detalles explícitos…

Elin sintió un calor por todo el cuerpo, que supuso se debió a la vergüenza, y pestañeó con lo que creyó sería la más cándida de las expresiones. No supo si lo logró pero, al menos, el caballero decidió dejarla a solas, para que leyera tranquila el libro.

Una vez Tristán se hubo ido, haciendo un mohín, se centró en el tratado sin sentirse cohibida por la presencia de otra persona a su lado mientras leía algo de ese carácter. Sus padres la habían criado como una joven virtuosa y jamás había posado siquiera sus labios sobre varón alguno, por lo que tales imágenes y descripciones le sumieron en una profunda turbación que, sin embargo, pronto se trocó en interés.

Aprendió lo que el desconocido autor tenía que decir sobre la raza de la salvaje criatura que le había amenazado en el camino, y supo que, de no haber sido por la oportuna intervención de Morgana, el sátiro la habría forzado hasta matarla. Tragó saliva, obligándose a no pensar en lo que podría haber ocurrido. Aunque nada se decía acerca de poderes relativos a la aparición inmediata y por sorpresa en un lugar, Elin supuso que quien escribiera el libro bien podía carecer de toda la información al respecto.

Intrigada, siguió leyendo.

Y ahogó un gemido de sorpresa al leer un pasaje que se detenía en uno de los más extraordinarios dones de la gente hermosa, del pueblo que se esconde bajo las colinas y que se conoce entre los humanos como elfos.

Leyó el pasaje. Lo leyó de nuevo. Todavía lo leyó una tercera vez, pero el texto seguía siendo el mismo. No cabían problemas de traducción ni extrañas interpretaciones; Elin estaba segura de lo que había leído y no podía creer que el desconocido autor hubiera reflejado, como una de las características mágicas que se atribuían al pueblo de las colinas, la manipulación del tiempo. Decía el sabio, basándose en sus propias experiencias y charlas mantenidas con expertos rastreadores, cazadores y herboristas, que los elfos doblaban el tiempo a voluntad, como si pudieran vivir por períodos limitados fuera de la existencia normal del mundo, ganando una mayor percepción de aquello que les rodeaba. Gracias a ello, en suma, podían anticiparse a los movimientos de cualquier enemigo que ante ellos se plantase, haciendo de los elfos unas criaturas que, de elegir no ser vistos, eran casi imposibles de contemplar.

Elin se tapó la boca, temblando no sabía bien si de excitación o de pavor, al pensar en cómo, desde que no alzaba casi ni tres palmos del suelo, lograba ir de un matorral a otro sin que su hermano pudiera verla al jugar al escondite. Nunca habló a nadie de ello, sin saber muy bien si era un don de Dios o el Diablo, pero al crecer y empezar a sentir gusto por la lucha con las espadas de madera que su padre les había regalado, lo aprovechó en su beneficio.

Así había sido, hasta que tuvo lugar su lucha con Perceval.

El curso de sus pensamientos a medio formar se vio interrumpido por una ráfaga de aire gélido que le agitó la falda, arremolinándosela en torno a los tobillos, y la voz grave, solemne, de Merlín habló tras ella:

Tandem foedus magicae, por lo que veo. –Elin giró con rapidez el torso y sonrió al hechicero con la misma sonrisa que ponen los niños al ser descubiertos en mitad de una travesura–. ¿Es de tu agrado lo que lees, dama Elin?

Ella contempló la túnica gris con la que siempre parecía ir vestido, sujeta a la cintura con lo que era nada más que una soga de esparto, fijándose en las manchas de barro y moho que cubrían su parte inferior; le resultó extraño, pues Merlín siempre andaba de acá para allá impoluto de pies a cabeza, como si hubiera cogido la ropa para ponérsela en el momento anterior a verlo.

–Es… interesante –dijo Elin, algo reticente.

–Reveladora, diría yo más bien. –En los ojos de Merlín había un brillo de diversión.

–¿Perdonad, señor?

–El pasaje que habéis leído. ¿Me equivoco al decir que os veis reflejada en el mismo?

Elin parpadeó con rapidez, sus largas pestañas aleteando como si fueran mariposas. Se señaló el pecho y con voz ofendida empezó a articular una respuesta, pero no llegó siquiera a terminar su primera palabra que Merlín la interrumpió con autoridad:

–No te atrevas a mentirme, niña. –Elin, derrotada, bajó la cabeza–. Tenemos que hablar de ti. De ti, y de tu abuela.

–¿Mi abuela? –preguntó ella, pensando en la dama Elvia, madre de su padre, a quien no había conocido pero cuyo retrato había colgado, hasta Tremolgón, sobre el hogar de la casa familiar.

–No –dijo Merlín sacudiendo la cabeza y sentándose en la bancada junto a la joven–. Me refiero a Ula.

Elin se encogió de hombros. No sabía nada de la madre de su madre. Nunca le habían dicho nada de ella y la joven no había sentido interés en preguntar por una mujer muerta hacía muchos años.

Merlín adoptó un aire de ensoñamiento al decir:

–Su nombre significa “joya del mar”. Y en realidad lo era.

Elin miró al mago sin saber muy bien qué decir. Optó por un comentario que no la comprometía a nada:

–Es un nombre… bonito.

–Es muy antiguo. –Merlín se alisó la túnica y miró con fastidio las manchas de la misma, como si no se hubiese percatado hasta entonces de ellas–. Como el tuyo, Elin. De antes de la llegada de Roma. –La joven enarcó una ceja, sin saber adónde quería llegar el hombre–. ¡Mas eso no nos importa por ahora! Quizá otro día tengamos tiempo para hablar de nombres, pero hoy… ¡hoy no! –terminó con una jovial sonrisa.

–¿Y para qué hay tiempo entonces? –preguntó ella sin contagiarse de la alegría que Merlín parecía demostrar.

–¡Para hablar de ti, Elin! ¡De ti! ¡De lo que eres y serás!

La muchacha sacudió la cabeza y, si no fuera Merlín quien era, habría pensado que se le había recocido la sesera. Pero, como vio que el mago señalaba con uno de sus sarmentosos dedos el libro abierto sobre la bancada, prefirió no hacer ningún comentario, que de seguro le habría salido impregnado de sarcasmo.

–Lo has ocultado muy bien todos estos años. –Merlín se acercó a ella, y olió el aroma a hierbabuena recién cortada que salía de su boca plena de perfectos dientes pese a su edad. Parecía estar compartiendo un secreto–. Y has hecho bien, Elin. Pero ahora, aquí, en Camelot, deberás aprender a utilizar tu don. ¿Quieres saber más sobre ello?

–Sí, claro. –Ni siquiera tuvo que pensar la respuesta. Que el mago más grande del reino, y quizá del mundo, le estuviese ofreciendo saber más sobre algo que no entendía pero que era maravilloso a la par que aterrador, era demasiado bueno como para dejarlo pasar. Merlín asintió con la cabeza y se levantó.

–Te recomiendo que partas de inmediato –dijo.

–¿Partir? ¿Partir adónde?

–Con Perceval. Sería la mejor opción. –Merlín daba pasitos, andando en círculos mientras se toqueteaba el labio inferior con el índice, como abstraído. Elin no entendía nada.

–¿¡Dónde os digo, Merlín!? –gritó más que preguntó, lamentando de inmediato su falta de respeto. Merlín la miró torciendo el gesto.

–No hace falta chillar, niña –la reprendió–. Mis oídos aún funcionan bien. Debes viajar al Pantano de Genindas, y para ello, lo mejor es que te acompañe Perceval.

–Sé cuidarme sola –bufó.

–No lo dudo. Pero este viaje también es importante para él. Dos pájaros de una sola pedrada.

Elin se encogió de hombros, admitiendo lo que le decía.

–¿Y qué hay ahí que pueda…?

–¿Servirte? –la atajó él–. Es posible que nada. Pero eso indican mis visiones, Elin. Que has de partir al pantano.

–¿Y las visiones dicen que tengo que ir con Perceval? –Elin no se resignaba del todo y volvió sobre el tema.

–Mira, pues sí. –El mago la miró con fijeza y pareció que en sus pupilas destellaban unos rayos rojizos, lo que hizo que la muchacha perdiera toda la bravuconería que pudiera tener. Asintió.

–Si salís antes de mediodía, es posible que lleguéis al castillo del Barón Melquíades cuando la noche no haya caído.

Sin decir una sola palabra más, Merlín dejó la biblioteca, en la que se quedó la joven, contemplando su espalda alejarse, patidifusa y contrariada.

–Tendré que hablar con Perceval entonces… –masculló.

La conversación no acabó de ir bien del todo. En realidad, ni siquiera empezó a ir: el caballero no se encontraba en sus dependencias, así que Elin gastó bastante tiempo recorriendo los pasillos de Camelot, mirando en sus amplias salas, subiendo y bajando escaleras hasta que perdió el aliento. Se cruzó con servidores y otros caballeros, pero ninguno le dio noticia de quien buscaba.

No quería incumplir la orden de Merlín, pues eso le había parecido por el tono de voz con que el mago se lo había dicho, pero a lo mejor no le quedaba más remedio. Dudó entre ir al establo y ensillar de nuevo a Perla para salir del castillo en dirección al pantano…

–¡Ay! –exclamó, dándose un manotazo en la frente–. ¿Cómo se llamaba el maldito pantano?

Lo había olvidado. O no había prestado la suficiente atención, que venía a resultar lo mismo. Se encontraba Elin, de ese modo, sin compañero de viaje ni destino conocido, y volver ante Merlín y preguntarle dónde debía ir le provocaba bastante respeto.

Por no decir miedo.

–Tenía… empezaba por “g”. –Elin reflexionaba en voz alta mientras andaba por el patio empedrado, sin darse cuenta de la presencia de Daniel, a quien casi pisa. El niño, sentado en el suelo, tiraba las tabas por ver si se vencía a sí mismo–. ¡Oh, perdona!

La miró sonriente desde abajo.

–Tienes… tenéis… –Elin rio ante la duda del chico de cómo dirigirse a ella–. Tenéis una cara de estar pensando mucho –se decidió.

–Así es, Daniel. Tengo que ir a un sitio y no sé ni cómo se llama. –Elin se dio cuenta de lo estúpido que resultaba decirlo en voz alta.

–¿Os ayudo a ensillar a Perla? –preguntó él sin percatarse de lo que en realidad decía la joven.

–Hum… sí.

Decidió que saldría sola hacia el castillo de Melquíades. De eso sí se acordaba; de hecho, sabía de qué baronía se trataba. Y quizá, mientras llegaba, recordara el nombre del maldito pantano. O también era posible que el pantano estuviera en las propias tierras del barón.

–El caballero Perceval ha salido hace poquito también. –Daniel se levantó y se golpeteó el trasero para quitarse el polvo. Mejor él ahora que su madre con una azotaina luego.

–¿Qué? –Elin empezó a sospechar una jugarreta.

–Digo que Perceval ha ensillado a Moro y ha salido picando espuelas –explicó Daniel.

Con la cara enrojecida por el enfado y los puños crispados, se acercó a grandes zancadas al establo seguida a duras penas por el niño, farfullando maldiciones entre dientes.

–¿Has visto qué camino ha seguido? –preguntó a Daniel ya subida en la silla, refiriéndose a la encrucijada que, a las mismas puertas de Camelot, permitía tomar diferentes sendas que llevaban a todos los rincones del reino.

–El del norte –respondió, refiriéndose al que se internaba en el corazón de Inglaterra. Era, precisamente, el que ella habría elegido para llegar con premura a las tierras de Melquíades.

Apretó los flancos de Perla para que corriera como el viento, y los cascos martillearon sobre el firme de piedras construido con la misma técnica que los antiguos romanos usaron para llenar el mundo de calzadas. El rítmico y monótono golpeteo no redujo su furia cuando vio a lo lejos, cerca de la entrada de un bosque de frondosos árboles, a un solitario jinete. Convencida de que se trataba de Perceval, se inclinó sobre la testa de su hermosa yegua y le pidió un favor:

–Perla, amiga mía, galopa un poco más, que pronto pararemos para que descanses y bebas agua. En cuanto dé caza a ese bribón –terminó, dejado atrás el tono implorante.