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El viernes pasado, día 16 de diciembre de 2016, fue bueno. Muy bueno. Era viernes, lo que no es poco de por sí. Pero, además, llegaron por fin a mis manos los ejemplares en papel que había solicitado a Createspace para regalar a aquellos que habían colaborado en la creación de mi primera novela, La sombra dorada, así como a los familiares. Sentirla en mis manos fue emocionante, de verdad: pasar las páginas, ver impresa la cubierta, comprobar que el resultado es magnífico sin tener nada que envidiar de las novelas publicadas por las editoriales más grandes… Una maravilla.

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Foto del libro. El libro físico. El libro en papel. En el estante dedicado íntegramente a la editorial Gigamesh.

En segundo lugar, un atento correo electrónico de la Universidad del País Vasco me comunicaba que había logrado el tercer puesto en el XXVIII Certamen Literario Alberto Magno, con mi relato de ciencia ficción Diseñando la humanidad del futuro, unas veinte mil palabras sobre un futuro cercano y con trazas distópicas sobre la creación de niños sintéticos. Aunque dicho tercer puesto no tiene dotación económica, la alegría es grande porque las bases mismas señalan que solo hay dos primeros premios: el jurado consideró que había que mencionar mi obra, así que estoy más que satisfecho, y será publicada en la antología que recoja diversos textos del concurso.

Y, por último (1), La sombra dorada tenía su primera opinión en la página de Amazon. Como agradecimiento personal de este autor novel, al compañero torpeyvago le dedico las siguientes líneas, esperando, deseando, confiando que le gusten.

¡Un enorme abrazo, don Francisco Torpeyvago!


1: Es lo último para enlazar con el texto que viene a continuación, no porque sea lo menos importante. Ni mucho menos.

CONVERSACIÓN DE CANTINA

–Buenas noches, amigo. –El hombre, de unos treinta y muchos, de rostro redondo y amable, lucía una ancha sonrisa. Indicó con un movimiento de cabeza la silla junto a la que estaba sentado Pakus–. ¿Está libre?

–Toda suya. –Pakus volvió a hundir la cuchara en la escudilla que contenía una deliciosa sopa fría, muy apropiada para la calurosa noche de la región de Lirioazul, una de las provincias más meridionales de Vetero.

–Capitán Filodeo Borrán. –Extendió una mano que quedó colgando un momento entre ambos hasta que el otro la estrechó con fuerza, mirando con interés al recién llegado–. Compartimos rango –dijo señalando la insignia de ambos en el pecho.

–En efecto. Capitán Pakus. Pakus Tintado. ¿Es usted el comandante de la guarnición de…?

–Tresríos, en efecto –asintió el otro al ver que Pakus no acababa de recordar el nombre de la ciudad.

–Es un honor, entonces. He oído mucho sobre la batalla contra los piratas de las Islas Azules.

–Se tiende a exagerar, capitán. –Filodeo agitó la mano y se giró hacia el hombre tras el mostrador de la fonda que, como suelen hacer los cantineros cuando no están sirviendo, sacaba brillo a una de las jarras de cristal–. Póngame dos cervezas, por favor.

–Déjeme invitarle.

–Nada de eso –dijo Filodeo.

–Insisto. Por los piratas que descansan en el fondo del mar y no atacarán más barcos imperiales.

–De acuerdo. Es usted muy amable. –Dio un largo trago a la bebida–. Estas cervezas del sur son más suaves que las de la costa. Debe ser la variedad de cebada.

–Lo es –asintió Pakus–. El grano de occidente es de una variedad cuya fermentación alcanza una mayor graduación alcohólica.

–Es usted un entendido en cervezas…

–No, en realidad, no –contestó él–. En la abadía tenía mucho tiempo para leer, y nunca he tenido complejos acerca de qué textos llevarme a los ojos.

–Yo, sin embargo, nunca he gustado mucho de leer. –Filodeo rio con ganas y se palmeó el muslo–. Excepto los manuales de instrucción militar, por supuesto.

–Por supuesto. –Pakus levantó la jarra que ya tenía a medias–. Por los manuales de instrucción.

–¡Por ellos, capitán!

–¿Ha dicho usted en la abadía?

–Así es. Durante los primeros quince años de mi vida estuve consagrado a Belena.

–¿La diosa de la luna y las estrellas? –aventuró Filodeo parpadeando.

–Sí.

–¿Y cómo ha acabado usted como capitán del ejército imperial? El edicto de Atanasio libra de la leva a los clérigos…

–Muy simple –respondió Pakus sonriendo–. Dejé de ser un monje hace un par de lustros. O me expulsaron, si he de ser sincero.

–¿Expulsado? –Filodeo lo miró con ojos desorbitados. Que alguien fuera expulsado de una abadía era algo muy raro–. ¿Qué hizo, si no es indiscreción?

–No lo es, tranquilo. –Pakus apartó la escudilla, en la que solo quedaba un poquito de caldo, y dejó unas monedas para que las recogiera el dueño de la fonda–. Quedé abandonado a las puertas del monasterio y los monjes decidieron hacerse cargo de mí tras comunicarlo al concejo de Sierrallana.

–¿Sierrallana? ¿Ahí vivía? –preguntó Filodeo pidiendo dos cervezas más.

–Imagino que no lo conoce. –El otro meneó la cabeza–. No me extraña. Es una ciudad muy pequeña, al este, cerca de las tierras del Rastrillo.

»El caso es que crecí bajo la atenta mirada de los monjes y me adscribieron al taller de ilustraciones.

–¿Dibujos? ¿Miniaturas en los libros?

–Sí. Pero no era muy bueno con los pinceles. –Pakus giró los ojos sobre sus órbitas riendo–. Se me daba mucho mejor leer, y fueron muchos los libros que leí.

–Pero por eso no le expulsarían…

–No, no. –Pakus se sacudió una inexistente miguita del brazo–. Le di un sopapo al padre superior. –Filodeo abrió la boca asombrado–. Me hicieron bajar a la herrería, pero no era tampoco mucho yo de hacer cerraduras y tornillos. Soñaba con espadas y lanzas, con escudos y flechas, como los héroes sobre los que había leído en la planta superior del monasterio, donde estaba la biblioteca.

–Y era entonces usted un joven de quince años.

–Eso es. –Pakus dio un pequeño golpe en la madera de la barra malinterpretado por el dueño de la fonda, que acudió a ver si deseaba algo más. Filodeo negó con la cabeza para indicarle que sus servicios no eran necesarios–. Hacía lo que se me decía con desgana, y un día el padre me dijo algo así como: “Nunca serás nada, Pakus. Pase que seas torpe, porque un torpe puede redimirse si trabaja; pero es que además eres un vago…”

»No terminó la frase. Acabó en el suelo, con la túnica arremolinada, que dirían los poetas, con un ojo morado.

–Y de ahí, a la calle.

–A la calle. Exactamente –confirmó Pakus–. El caso es que sí era bueno con las artes de la fragua, capitán. Así que enseguida me cogieron como aprendiz en la ciudad.

–En Sierrallana.

–En Sierrallana. Y de eso –continuó Pakus– hace diez años, como le he dicho.

–Entiendo. E imagino –aventuró Filodeo, soplando la espuma de la jarra– que sus conocimientos fueron la puerta de entrada a la oficialidad tras la leva.

–Sí. No quería ser un mero soldado raso, así que no escondí mi pasado. El curso para suboficiales fue coser y cantar, y me promocionaron de inmediato.

–Esta incursión requiere de buen número de capitanes y tenientes –reflexionó Filodeo–. Los efectivos reclutados para atacar a los sureños son muchos.

–¿Y sabe usted cuándo dejaremos esta provincia para lanzarnos sobre las tierras enemigas? Se dice que la Consejera pretende arrasar de una vez por todas a esos bastardos…

–¿Puedo decirle una cosa en confianza, capitán?

–Por supuesto –respondió Pakus muy serio.

–Mañana. Saldremos mañana. Conozco a alguien que conoce a una coronel del consejo de Serena.

–Ahá. –Pakus se rascó la sien, pensativo–. Me daba en la nariz que sería pronto. Ha habido mucho movimiento de correos con órdenes de aquí para allá hoy.

–Pues entonces, amigo mío –dijo Filodeo, abandonando la silla y tendiéndole de nuevo la mano–, que la batalla nos sea propicia cuando acabe la marcha hacia el sur y les demos alcance. No tengo duda de la próxima victoria ante esos salvajes.

–Ni yo tampoco, capitán Filodeo. Ni yo tampoco.

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