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No era alto ni moreno. De hecho, Renato no tenía ni un pelo sobre la cabeza en forma de huevo que coronaba un cuerpo más bien tirando a la orondez; quizá no lo suficiente como para que cualquiera pensara que bajaría rodando una loma como un barrilete si alguien lo tiraba desde arriba, pero casi. Su altura, además, no era mucha así que en líneas generales podía decirse que tenía forma de botijo.

Sin embargo, andaba con ligereza, dando la impresión de siempre ir con prisa a todo aquel que lo veía; esa tarde no era una excepción. Una pequeña bandada de gorriones alzó el vuelo cuando los pasos de Renato los llevaron cerca de ellos. Los pajaritos cruzaron el Gran Canal y se posaron en un balcón palaciego, lanzando unos trinos que parecían recriminaciones contra el hombre por haberles impedido seguir con el picoteo del bizcocho abandonado en las calles de Venecia.

Su aliento formaba nubecillas de vaho que se le agolpaban en torno a la cabeza. Pareciera que llevaba un incensario bajo la gruesa capa de abrigo que portaba. Al entrar en la fonda cercana al palacio del Dogo, comenzó a sudar a mares y se bajó de inmediato el grueso cuello de armiño que le embozaba hasta mitad la cara rubicunda. Sus ojos astutos, del color de la avellana, miraron en derredor hasta posarse en Casimiro.

El otro, como él miembro de un consulado diplomático –lo que, a todos los efectos, quería decir en la península que era un espía al servicio de una potencia–, se levantó para saludarle. Un plato con los restos de una batalla que Casimiro había ganado, con miguitas de pan usadas para rematar rebañando los últimos restos del cocido enemigo, y una jarra de vino bien vacía señalaron al siempre astuto Renato que llevaba esperándole ya un tiempo.

–¡Renato!

–¡Chist! Calla, por amor de Dios –susurró él casi ahogado en el abrazo de quien, por su altura, robustez y pobladísima barba, más parecía un oso que un hombre–. Podrían oirnos.

–¿Estos? –Casimiro señaló con uno de sus enormes brazos a la concurrencia–. Permíteme dudarlo, amigo mío.

Renato se sentó frente al otro hombre quitándose los guantes de piel de zorro. Muchos le decían que era un amaneramiento, que era más propio de mujeres, pero sentía un inmenso placer al sentirlos sobre sus manos. Dudó en dejarlos sobre la mesa, arriesgándose a mancharlos de grasa, así que se decidió a guardarlos en un bolsillito del interior de su capa, sacando al mismo tiempo lo que en él llevaba.

El sobre, cerrado, atrajo enseguida la atención de Casimiro.

–Está siendo un invierno del demonio. –Renato lo comentó frotándose las manos; aún no se había sacudido el frío de encima.

–¿Esto? –replicó el otro–. Esto no es nada. ¿Recuerdas el de hace diez años?

–Hum… Estaba luchando contra el turco entonces. En lugares más cálidos.

–¿Participaste en la Batalla de Lepanto? –Los ojos de Casimiro se abrieron con admiración, pero Renato negó con la cabeza.

–No. No luché en la más alta ocasión que vieron los tiempos. Me encargué de intentar evitar que la Santa Alianza no se fuera por la cloaca.

–Buen trabajo hiciste entonces –rio Casimiro, pidiendo otra jarra de vino.

–En fin… cosas que pasan. ¿Lo tienes o no? –Renato señaló su carta y esperó la reciprocidad convenida. Casimiro asintió mirando a la rolliza camarera que se acercaba contoneando las caderas y deslizó él también un sobre junto al de su amigo–. Tendrás que beber el vino tú solo, me temo. –Cogiendo la carta, el espía se levantó como impulsado por un resorte–. Llego tarde a otra cita.

Casimiro se encogió de hombros y se volcó en la bebida. Nunca había sido de los que se quejaban por tener que beber solo.

De nuevo en las frías calles venecianas, Renato sintió una enorme dicha. Había conseguido la invitación para la fiesta de la Sensa del año siguiente. En el palco que el mismísimo Dogo ocuparía y en el que podría escuchar conversaciones que ayudaran a su patria genovesa en la guerra que siempre parecía estar a punto de desencadenarse.

Pero en el que, y eso era lo más importante, servían las mejores berenjenas con hígados de pollo macerado en salsa de almendras de toda Europa. Como buen sibarita, Renato estaba dispuesto a dar un pequeño secretillo a Casimiro, legado papal, a cambio de un plato de esa delicatessen.

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