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Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5: (I)(II)(III)

El Bello había elegido bien el árbol al que subir, pues su tronco no parecía estrecharse por mucho que ascendiera. Siguió trepando hasta que llegó a una altura en la que superaba las copas de los árboles circundantes que, aunque no se apiñaban como en otros bosques, sí podían haberle impedido una visión clara del terreno en rededor. Así pues, cuando ya en torno suyo no había problemas de visibilidad, decidió concluir su ascenso. Comprobó la firmeza de la rama en la que estaba asegurándose de que mantendría su peso, y esperó poder hacerse una idea cabal del camino que tendrían que seguir.

Se orientó mirando al sol, a su izquierda, y contempló la extensión pantanosa cuajada de árboles aquí y allá, intentando encontrar un sendero, un claro, algo que le permitiera tener un punto de referencia, pero pronto su atención quedó atrapada por lo que se levantaba hacia el norte. Incapaz de creer por completo lo que estaba viendo, se frotó los ojos pensando que podía ser un espejismo como aquellos sobre los que Palamedes les hablaba cuando recordaba sus tiempos en los desiertos de Arabia.

Seguía allí, sin embargo: sobre un altozano, al norte, se erigía una fortaleza de murallas redondas y lisas, pintadas del color de los rubíes, que protegían unos altos edificios coronados por cúpulas cónicas que reflejaban el sol de tal modo que parecían estar ardiendo.

–¿Qué se supone que es eso, por el amor de Dios? –masculló incrédulo, dado que no sabía de ningún señor que hubiera levantado una fortaleza en el pantano. Sin embargo, era el único punto de referencia que pudo encontrar, pues Genindas se extendía hasta donde alcanzaba la vista, así que descendió para darle la noticia a Perceval.

–¿Creéis que será prudente ir allá, entonces? –le preguntó el otro caballero cuando le contó qué había visto.

–No. No lo creo. –El Bello miró hacia su armadura y cogió una de las musleras, reflejándose su atractivo rostro en la bruñida superficie de metal–. Pero es la única cosa que se me ocurre que podamos hacer.

–Sea entonces. Os ayudaré a armaros –concluyó Perceval levantando la pieza pectoral, justo en el momento en que se oyó un grito proveniente de lo alto, de más allá de las copas de los árboles que los rodeaban.

–¿Qué ha sido eso? –El Bello miró con desconfianza hacia el cielo, confiando en vano poder ver algo–. Juraría que no ha sido un grito humano.

–Tampoco lo creo yo, caballero. Hay en este pantano demasiadas cosas extrañas, a fe mía. Será mejor que os arméis lo más rápido que podáis, pues no se sabe a qué tendremos que enfrentarnos ahora.

El Bello coincidió y comenzó a cubrir su cuerpo con el acero.

Se escuchó otro grito, como el chillido de un grajo cuyo volumen hubiera aumentado de manera infernal. Esta vez, más cercano.

–¿Creéis –preguntó Perceval– que viene hacia aquí? ¿Es posible que os hayan visto… ahí arriba?

–No lo sé, Perceval. A nadie he visto yo en ese castillo, pero si ellos cuentan con ingenios que permiten atravesar las distancias, como Merlín… Solo espero que no se trate de un dragón.

–¿Un dragón? –preguntó Perceval con alarma.

–¿No oís el ruido de batir de alas? –El Bello levantó el brazo para que el otro hombre le atase las correas de los flancos con las que el pectoral se sujetaba. Con una sonrisa en el rostro, como si se regodeara al pensar en la batalla que podía esperarle, dijo–: Parece el de una criatura gigantesca.

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