Seleccionar página

(I)(II)(III)(IV)(V)(VI)(VII)(VIII)

Los días siguientes, hasta que se dio por fin la orden de abandonar el campamento y marchar a la batalla siguiendo el camino que se dirigía al norte, Sufyan permaneció en perpetuo y hosco silencio. Su amigo murió tras tres días de agonía en la jaula, sin pronunciar una sola palabra porque, antes de meterle en ella, habían arrancado con tenazas su lengua. Sufyan, acobardado por la amenaza de Muzlug, no se atrevió a decir nada de lo que habían descubierto y cargó con el peso del conocimiento, de la terrible mentira por la que los haradrim se iban a batir contra los Hombres del Oeste. Había oído que el Señor Oscuro era astuto, pero jamás hubiera imaginado que resultara ser alguien tan artero, despreciable y ruin.

Con todo, hubo de tragarse las ganas de desvelarlo a sus hermanos de armas y continuó comandando a los jóvenes de Narawfal, cada vez más deseosos de luchar por Sauron conforme el ánimo del muchacho decrecía.

Para cuando se pusieron en marcha, Sufyan se había convertido en un auténtico autómata, dedicado a cumplir las órdenes con premura como si todo rasgo de su propia voluntad hubiera sido barrido por la pena e ira que sentía. Los jóvenes de Narawfal, creyendo que se trataba de las ansias que tenía por entrar en combate, no dieron importancia a su brusco cambio de carácter, e incluso celebraron la mayor saña con la que les hacía entrenarse, convencidos que serían un escuadrón implacable e imparable en el campo de batalla.

Y así, el gran ejército de los haradrim avanzó recorriendo las planicies esteparias de Harondor, rumbo al norte, rumbo a la guerra, una marea escarlata erizada de lanzas cuyos pasos marcaban un ritmo tan regular como el de unos estruendosos tambores.

Entre todos ellos, sin embargo, Sufyan se sentía solo, cada vez más triste y furibundo, y llegó a pensar en mil y una formas de aprovechar el tumulto de la batalla, cuando esta llegara, para dar muerte a Muzlug o cualquiera de los traicioneros hombres de su raza. Al acercarse al río Poros, tradicional frontera entre Gondor y Harad, uno de los más altos rangos del ejército del Ojo se dirigió a los hombres con voz imperiosa, haciéndose oír por encima del tumulto que provocaban las rápidas aguas del Poros:

–¡Algunos de vosotros abandonaréis el cuerpo principal!

Sufyan contempló, a lo lejos, las orillas descendentes cubiertas de matorrales y los puentes que se habían levantado, temporales construcciones de madera, para permitir el paso del ejército de conquista. Escuchó con cierta apatía las explicaciones del hombre: los exploradores habían descubierto que una fuerza de gondorianos ocupaba la antigua ciudadela de Osgiliath, en la región de Ithilien, así que parte de los haradrim lanzarían una incursión para asegurar las rutas de marcha de las tropas que tenían que salir de Mordor para atacar el bastión.

Los guerreros de Narawfal se encontraban entre los elegidos para la misión.

Siguieron durante tres jornadas de viaje más junto al resto del contingente, pero, al alba siguiente, se desgajaron del ejército y tomaron un rumbo que les llevaría hacia las regiones orientales de Gondor. Los hombres prorrumpieron en gritos enfervorizados cuando supieron que estarían acompañados por un mûmak. No eran una fuerza excesivamente grande, pero su tarea era sencilla: consistía en asegurar la zona situada al sur de Osgiliath cerrando una posible vía de abastecimiento y huida de los gondorianos que defendían con denuedo la fortaleza reclamada por el estandarte del Árbol Blanco. El ataque principal llegaría desde Minas Morgul, desde el que partiría el gigantesco ejército de orcos de Mordor que se decía estaba comandado por el mismísimo señor de los Nâzgul, y que descargaría toda su furia contra los de Gondor.

Sufyan tenía, así, algo más que añadir a su rencor, pues ninguno de los hombres que eran como Muzlug les acompañaba, así que no tendría siquiera la satisfacción de ver cómo alguno de ellos podía caer en combate, en justa retribución por el horrible engaño que habían usado contra su pueblo.

El paisaje cambió de modo radical, y los haradrim se maravillaron ante los bosques de exuberante vegetación, tupidos árboles de frondosas copas que brillaban con un hermoso color esmeralda, reflejando en sus húmedas hojas el brillo del sol que los contemplaba desde lo alto sin abrasar a los hombres como hacía en Harad. No era como la jungla en la que se levantaba Narawfal, umbría y con un perenne olor a hojas y madera húmeda y podrida, sino que todo en los bosques de Ithilien olía a vida, vida maravillosa y casi infinita que parecía ser la representación de un hermoso canto de creación ejecutado por los Valar en tiempos remotos.

Las sendas eran casi inexistentes, y los haradrim tenían que avanzar despacio, con precaución, por entre el recio arbolado, obligados a romper la formación y adoptar una marcha dispersa, mientras que el mûmak, demasiado grande para ese espacio, se limitaba a derribar los troncos y aplastarlos bajo sus gigantescas pezuñas.

Se había impuesto un estricto silencio entre los haradrim desde que habían entrado en Ithilien, pero Sufyan no dejaba de pensar en que se trataba de algo ridículo, pues el mûmak hacía el suficiente ruido, con sus pisadas y barritos, como para alertar incluso a los rohirrim en Edoras. Se limitaba a caminar, con el alfanje desenvainado, alerta a cualquier posible emboscada que los gondorianos pudieran haberles tendido.

El que no hubiera rastro de los mismos durante varios días hizo que los guerreros del sur se relajaran y tomaron menos precauciones conforme devoraban las millas, así que no fueron conscientes de lo que significaban los trinos de aves que se escucharon en un momento en el que el silencio parecía haberse adueñado del bosque.

Los pájaros cantaron de un lado a otro… y se desató una tormenta de flechas. Los proyectiles surgían de entre el follaje, como si espectros invisibles las dispararan con arcos mortalmente certeros, y cada una de ellas iba a clavarse en el cuerpo de un haradrim. Los cadáveres comenzaron a alfombrar el suelo del bosque y Sufyan miró en derredor, buscando a sus enemigos. Agitó con impotencia el arma frente a sí y vio, por un instante, una capa verde cuya capucha cubría un rostro cubierto por una barba rubia. Los gondorianos estaban masacrándolos, soltando sus mortíferas flechas y desapareciendo, confundiéndose entre el follaje.

Los gritos entre los haradrim, de dolor y pánico, inundaron el ambiente acompañando el silbido de las flechas, y muchos de ellos comenzaron a correr en todas direcciones, perdido todo asomo de disciplina. La emboscada provocó una mortandad terrible y el miedo se hizo con el control de los guerreros. La desbandada les hizo, para su desgracia, todavía más fáciles de eliminar.

A los oídos de Sufyan también llegaron los berridos del mûmak, en cuyo grueso cuerpo había clavadas innumerables flechas; vencido por el dolor, la bestia se lanzó en estampida, aplastando a varios de los haradrim.

Sufyan estaba paralizado, desolado. La gloria de la batalla prometida, el futuro que se les había ofrecido, las mentiras de Sauron, todo era para él cenizas amargas en su boca. Una vez más, su mente voló hacia Narawfal, hacia…

Una flecha entró por su nuca y le atravesó el cuello. En su último momento de consciencia, mientras se desplomaba, sintió la punta del proyectil que había salido por su garganta y tosió sangre.

Sufyan murió. Como tantos otros esa tarde.

Como tantos otros iban a morir después.

 

FIN