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Muzlug y su acompañante habían entrado en una de las habitaciones, y gracias a la delgadez de las paredes y el escaso grosor de la puerta de madera los dos jóvenes pudieron determinar enseguida dónde se encontraban, al oír voces que hablaban entre sí. Sonriendo y haciéndose gestos de complicidad, avanzaron por el pequeño pasillo hasta colocarse junto a la puerta.

–No habría tardado tanto si este patán no se hubiese perdido –decía Muzlug en ese momento, visiblemente enfadado.

–¿A quién llamas patán? –contestaba otro.

–¡Basta, basta! –ordenó una tercera voz–. No quiero pasarme la noche escuchándoos discutir. Tengo cosas más importantes que hacer que ver cómo dos niños llorones se insultan, así que o lo zanjáis por las bravas u os calláis. –Hubo un breve silencio–. ¿Elegís callar? Bien.

»Os he mandado llamar para deciros que todo ha ido conforme a lo que se nos ordenó desde Mordor. El contingente haradrim está completo. –Se oyó un tímido aplauso–. Se ha enviado una misiva a nuestros agentes para que dejen de empozoñar las aguas de Harad.

Sufyan y Umayr se miraron con ojos abiertos como platos, sorprendidos por lo que acababan de escuchar. Era algo tan impactante que, de inmediato, cualquier atontamiento que sintieran por efecto del alcohol había desaparecido.

–¡Ja! –rio Muzlug–. Si esos salvajes supieran lo estúpidos que han sido. ¡Engañados como niños!

–No menosprecies la astucia del Señor Oscuro –le advirtió el jefe–. Muchas veces, recordar a alguien los pactos firmados por sus antepasados no es garantía de su obediencia.

–No lo hago de menos –se defendió el otro–. Forzarlos a pasar hambre hasta la desesperación en una tierra envenenada y prometerles un paraíso de cultivos ha sido una argucia digna de la mente de Sauron.

Sufyan tembló de rabia y crispó los puños, deseando entrar en la habitación y emprenderla a golpes con los hombres que se estaban riendo de las desgracias que su pueblo llevaba sufriendo años. Entendía entonces por qué, de una estación a otra, los suelos de Narawfal habían dejado de proveer alimentos para sus pobladores, con unas cosechas cada vez más magras que ofrecían unas espigas raquíticas de sabor repugnante. No sabía cómo el envenenamiento de las aguas había provocado el que las tierras se convirtieran en yermos campos, pero por todos era conocido que Sauron era un maestro en el arte de la nigromancia.

Con hechizos y mala voluntad, los haradrim habían sido engañados para luchar del lado del Ojo Sin Párpado…

Sus meditaciones fueron interrumpidas por unos pasos que subían la escalera acompañados del característico repiquetear de las anillas de una cota de malla. Por instinto, supieron que se trataba de alguien que llegaba a la reunión todavía con más tardanza que Muzlug y su acompañante. Si veían a los dos jóvenes ahí, en medio del pasillo y espiando a todas luces la conversación de los que se encontraban en la habitación, tendrían un grave problema.

Por reflejo, se lanzaron en dirección contraria a la escalera, sin saber muy bien qué hacer. No optaron por probar ninguna de las puertas y se dirigieron corriendo al fondo del pasillo, donde había una ventana. Sus pasos despertaron ecos en el suelo de madera y, en el silencio del corredor, pareció una estampida de uros, lo que hizo que Muzlug y los demás callaran; presos de un sentimiento de inquietud, se dirigieron hacia la puerta a ver qué ocurría.

Sufyan abrió la ventana y se detuvo, posando las manos en el antepecho y mirando hacia abajo. Incapaz de frenar del todo su carrera, Umayr chocó contra su espalda.

Sufyan hizo un gesto de contrariedad: no había un tejadillo en la planta baja sobre el que caer, ni un proverbial carro de heno que amortiguara la caída. Solo el duro y brillante suelo de piedras, que parecía llamarle, invitándole a que se estrellara contra él.

Sin otra alternativa, Sufyan saltó.

Con agilidad, rodó para reducir al máximo el impacto y, aunque sintió el golpe como si le hubieran embestido con un ariete, se incorporó de inmediato, mirando hacia arriba, esperando a su amigo.

Umayr tardó unos instantes en proyectar su cuerpo al vacío, que cayó con rapidez en la noche. No fue tan afortunado como Sufyan y, al levantarse, se desequilibró y apretó los dientes para no gritar por el dolor que sentía debido a su tobillo retorcido. Sufyan lo miró con gesto interrogativo y Umayr negó con la cabeza. Arriba, en el piso superior de la posada, se oían gritos e imprecaciones.

–Debemos irnos –apremió Sufyan a su amigo, cogiéndole del brazo para ayudarle a caminar–. Aún no nos han visto…

–No, Sufyan –replicó él–. Me he roto el tobillo y solo te retrasaría.

–¡No pienso dejarte aquí! –protestó.

Umayr le sonrió con tristeza y puso sus manos en el pecho de Sufyan, diciendo:

–No merece la pena que te capturen a ti también. Escóndete y tapa tu rostro con el turbante, amigo mío. Ve por ahí. –Señaló una de las callejas que partían de la zona–. Yo iré por esa otra calle y, con suerte, no me verán.

»¡Vamos!

Apenado, pero sabiendo sin género de dudas que Umayr tenía razón, el joven de Narawfal huyó lo más rápido que pudo, sin mirar atrás, sin darse cuenta de que las lágrimas afloraban a sus ojos pensando en su amigo de hacía tantos años, con quien tantas penas y alegrías había compartido, abandonado ante la jauría de hombres traidores y malévolos que habían engañado a los haradrim. Se sintió un cobarde y, asqueado, se pasó el dorso de la mano por la húmeda cara, dirigiéndose hacia el campamento cuando se hubo calmado y tuvo la certeza de no ser seguido por nadie.

Deseaba con todo su corazón, aunque en su fuero interno sabía que era improbable, que Umayr hubiera logrado darles esquinazo.

Esa noche, tumbado en la tienda y escuchando los siseos que sus compañeros producían al respirar con la calmada quietud del sueño, Sufyan no pudo dormir. Por completo consumido por la duda de si su amigo habría logrado esquivar a Muzlug y los demás, mantuvo los ojos abiertos deseando con fuerza ver entrar a Umayr en la tienda.

Pero no fue así.

El alba sorprendió al joven si haber pegado ojo y, cuando sonaron los tambores con cuyo estrépito se despertaba el campamento, Sufyan se levantó de mala gana estirando su cuerpo para vencer el entumecimiento y se arrastró, más que caminó, hacia el exterior, ajeno a las conversaciones del resto de guerreros de Narawfal.

Sin embargo, no se dirigieron hacia la zona de la cantina donde se les servía el desayuno mediante el estricto orden impuesto por la alta oficialidad, sino que numerosos sargentos instructores ladraban órdenes conminándolos a dirigirse hacia la explanada de entrenamiento.

Rezongando, muchos de ellos creyeron que se trataba de una nueva forma de tortura a la que iban a ser sometidos, pero Sufyan ahogó un gemido de dolor al ver que, en el centro de la misma, colgaba una jaula de hierro oxidado en cuyo interior había una figura a la que habían desnudado de toda ropa, salvo un lienzo con el que se cubría el vientre.

–¡Es Umayr! –exclamó uno de los jóvenes a su lado.

–¿Qué ocurre? –preguntó otro, llevándose las manos a la boca.

Los temores de Sufyan se habían confirmado.

–¡Contemplad! –vociferaba uno de los hombres de la raza de Muzlug–. ¡Contemplad al traidor! ¡Ved qué ocurre a quienes osan desertar del gran ejército del Ojo Sin Párpado!

Umayr, cuyo cuerpo presentaba numerosos hematomas repartidos en su torso y espalda, permanecía con la vista baja, sin decir nada, aterido de frío y cansancio e incapaz de articular una sola palabra, resignado a su más que inminente fin.

–¡Esto es lo que le espera a quien osa desobedecer al Gran Sauron! –continuaba el hombre.

Sufyan se dio la vuelta, incapaz de seguir contemplando el horrendo espectáculo y abochornado por su propia cobardía, pues era consciente de lo fútil que resultaría hacer nada por su amigo.

Tropezó con la cota de malla que protegía el corpachón de Muzlug, el cual se había colocado a su espalda.

–Buen día, Sufyan –le dijo con una sonrisa–. Es muy triste ver que aún quedan cobardes entre los haradrim.

Sufyan entrecerró los ojos y sintió una furia asesina, pero Muzlug no se inmutó y continuó burlándose:

–Lo encontramos intentando huir hacia el norte; algunos piensan que quizá fuera un espía de los gondorianos, ¿sabes?

–Eso es ridículo –protestó con los labios tan apretados que formaban una tenue línea–. Umayr no es un traidor.

–¡Ah! Pero ha incumplido la disciplina y debe ser castigado por ello. De modo ejemplar. –Estaba claro que Muzlug sentía una retorcida satisfacción al decir tales palabras–. ¿No habrá ningún otro muchacho de Narawfal que quiera abandonar el ejército, verdad?

–¿Qué? ¡Por supuesto que no! –se apresuró a contestar Sufyan. Su mente trabajaba a toda velocidad, sabiendo que un paso en falso podría acabar con él haciendo compañía a Umayr. Su única esperanza radicaba en que no le hubiesen visto…

–Uno de los que le capturó –dijo Muzlug– dijo que le pareció ver que alguien iba con él. Con Umayr.

La furia se desvaneció por completo y Sufyan sintió miedo, auténtico pavor, al pensar que quizá no volvería a su aldea, a contemplar a su esposa y su hijo recién nacido. La sangre abandonó su rostro y bajó la cabeza para que Muzlug no se percatara de la humedad en sus ojos.

–Aunque ya le he dicho –continuó el hombre– que debió parecerle, porque todos los valientes guerreros de Narawfal están aquí presentes.

»Sin embargo, algo te diré, Sufyan. –Muzlug le colocó una pesada mano en el hombro, haciendo presión hacia abajo, lo que hizo que el joven se encogiera–. Si alguno más de tus guerreros, solo uno, hace algo remotamente parecido, todos colgaréis en jaulas como él, y cuando regresemos victoriosos de Gondor, arrasaremos tu maldito pueblo y destriparemos a todos los que en él viven. ¿Queda claro?

Desfallecido, Sufyan asintió débilmente con la cabeza.

–¡No te oigo!

–Sí, Muzlug –respondió con un hilo de voz.

–Bien.

El hombre pareció satisfecho y se alejó de su lado. Umayr se movió ligeramente en su jaula para intentar aliviar el dolor que le producía su tobillo grotescamente hinchado.

El resto del ejército lo contempló durante unos minutos y abandonó el lugar.

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