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Aprovechando que en esta semana se ha cumplido (el 15 de marzo) el octogésimo aniversario (1) de la muerte de H. P. Lovecraft, cuelgo este pequeño texto de terror.

¡A ver qué os parece!

¿DESPIERTO…?

Despierto empapado en sudor.

La habitación no está por completo a oscuras, ya que una tenue luz se filtra por la persiana no bajada del todo, permitiéndome contemplar lo que hay frente a mí. La realidad se entremezcla en esos segundos que siguen de modo inmediato al despertar y me siento angustiado al recordar el sueño, una horrible, tétrica pesadilla de la que ya no recuerdo los detalles pero que aún tiene presa mi mente con sus garras de terror.

La respiración suave de mi pareja es un ancla que me trae poco a poco al mundo real y mi ánimo se va calmando, así que me preparo para volver a dormirme subiendo la colcha hasta mi barbilla, como hacía cuando era un niño y creía que una manta era la mejor protección contra los monstruos que acechan en la noche.

Pero el sueño no llega. Me remuevo inquieto y un muelle rechina bajo mi espalda al desplazar mi peso de un lado a otro. Siento la garganta seca, sequísima, y carraspeo intentando lubricarla con una inexistente saliva. Quizá debería levantarme a por un vaso de agua, pero hace tanto frío fuera de la cama, tengo tanta pereza…

Me froto el cuello notando que la incomodidad va en aumento; empiezo a sentir también cómo se me hace difícil respirar, como si me hubiera atragantado con algo, y el pánico se adueña de mí al sentir que hay algo dentro de mi garganta.

Algo que se mueve.

Algo que me hace unas desagradables rozaduras en el interior de mi cuerpo, diminutos golpecitos ascendiendo hacia mi boca; un bolo de bilis, quizá, pugnando por salir al exterior en un torrente de vómito incontrolable.

Me incorporo y toso con violencia despertando a mi pareja, que posa en mí sus ojos asustados y, tras percatarse de lo que ocurre, da unos golpecitos en mi espalda.

–¿Qué pasa? –pregunta, pero soy incapaz de responder. Me estoy ahogando. Me estoy muriendo. Ella manotea buscando el interruptor de la luz y la claridad blanca cae sobre nosotros desde el techo.

Sacudo la cabeza y vuelvo a toser. Una mancha escarlata se derrama, desde mi boca, en las sábanas revueltas por mis movimientos. Ella me mira aterrada, cubriéndose la boca con las manos, esas delicadas manos que tanto he besado y que son incapaces de hacer nada por ayudarme.

Otro espasmo, otro tosido, un nuevo cuajarón de sangre que cae con un ruido lúgubre y siniestro, heraldo de mi inminente muerte.

Y el horror… Una violenta arcada que me dobla en dos facilita la expulsión de aquello que estaba luchando por abrirse paso hacia mi boca. Una cucaracha negra como la noche y grande como mi puño asoma las antenas por entre mis labios, sacando su cabeza, su repugnante tórax, esforzándose por salir a la luz, en una parodia grotesca de un parto nauseabundo.

Mi pareja grita, incapaz de creer lo que está viendo, mientras lloro por el dolor del alumbramiento, sintiendo el interior de mi boca desgarrado y profanado. Extenuado por el esfuerzo, por la experiencia, caigo sobre el colchón con la boca inundada por el sabor cobrizo de mi sangre. Cierro los ojos deseando que todo acabe, de un modo u otro.

Y…

Entonces…

Despierto empapado en sudor.


1: Lo reconozco, me encantan los ordinales…