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Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5: (I)(II)(III)(IV)(V)(VI)(VII)(VIII)(IX)

Sin ceremonia alguna, la mujer quitó el resto de grilletes en torno a la carne de Perceval y este, que se sostenía en la incómoda postura gracias a las cadenas, cayó de bruces. Gimiendo, sintió los brazos de los dos fornidos guardias que acompañaban a Lairenia levantándole en vilo y llevándole como si fuera un niño, incapaz de dar un paso por sí solo.

Con la vista fija en el suelo, el caballero veía pasar bajo él un pavimento hecho de piedras cortadas con exquisita regularidad, negras como el ónice, y le extrañó que, para el pasillo de una mazmorra, se utilizara tal dechado de perfeccionismo en su construcción. La mujer, con pasos suaves y ligeros, caminaba tras ellos y dio una orden que fue de inmediato cumplida:

–Sentadlo ahí.

Perceval fue depositado sin cuidado en un banco de madera y Lairenia le lanzó una túnica de tela basta, marrón, que más parecía un saco en el que transportar verduras, con tres aberturas en su parte superior por las que apenas pudo sacar brazos y cabeza, entendiendo a la perfección que esa era la única ropa que iban a proporcionarle.

–¿Puedes andar? –En la pregunta de la elfa no había ni un ápice de conmiseración. Era una cuestión de simple pragmatismo.

–Sí –se obligó a decir Perceval, pese a que sentía que lo único para lo que tenía fuerzas era tumbarse y dormir.

–Bien. Andando.

Los dos guardias se colocaron a su lado en cuanto, tambaleante, Perceval se levantó y comenzó a andar a trompicones siguiendo a la mujer, que en ningún momento volvió la vista atrás para ver si se caía, desfallecía o lo que fuera. Cada paso era una tortura. Cada inspiración, un horror. La sangre se le agolpaba en las piernas para luego, según creía, acudir corriendo a borbotones a su cabeza, amenazando con hacerla estallar, pero dio un paso tras otro. Pie derecho. Pie izquierdo. Derecho otra vez. Su mundo se redujo a esos sencillos actos y subió una escalera –por fortuna no muy larga– tras Lairenia, que desembocaba en una sala iluminada con tonos rojizos, pues la luz del sol era filtrada por unas enormes vidrieras de suelo a techo fabricadas, a lo que parecía, con hermosos rubíes. Las caras de los presentes adoptaron el color de los demonios, o eso le pareció a Perceval, que se contempló las manos, también teñidas de rojo, y echó un vistazo en rededor para hacerse idea cabal de lo que veía.

Sin embargo, y aunque había muchas maravillas que ver en la sala, su atención quedó prendada de la imponente figura que se sentaba sobre un trono más magnífico todavía que el del propio Arturo, con tallas delicadas y terribles de dragones que parecían moverse, contorsionarse y escupir fuego bajo la extraña luz que lo impregnaba todo. Perceval supo que, bajo ese enorme estandarte que mostraba un puño elevado hacia el cielo sujetando una espada, se encontraba el señor del lugar.

Lo hicieron arrodillarse, en cuanto llegó junto al trono, ante él.

Ante Calau’dar’Onieril.

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