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Portals

Hay que tener mucho cuidado con los portales…

El secuestrador parecía haberse olvidado de él, pero Javier lo sentía a su espalda, y de vez en cuando lo oía murmurar y farfullar. A ratos, se sumía en un inquieto dormitar del que despertaba sobresaltado, volviendo a escuchar la respiración fatigada, como si estuviese haciendo un esfuerzo continuo, del hombre enmascarado. Por fin, escuchó un ruido de cristales al romperse y una maldición ahogada. Entre la neblina del dolor y la fatiga, vio aparecer la máscara frente a él.

–Tu sangre no me ha servido para nada –dijo, molesto–. He perdido horas, ¡horas! Tu hembra ha debido encontrar un aliado, lo que no es bueno para nadie…

»Voy a tener que aumentar la presión sobre ella, sí. Es momento de hacer una visita.

Habia un claro tono de amenaza en las palabras y el corazón de Javier dio un vuelco. La adrenalina hizo que se despejara por completo y dijo:

–¿A qué te refieres? –En su interior, había intuido qué quería decir.

–A Guillermo, por supuesto. –La voz llegó acompañada de una risa metálica–. La estúpida mujer cree que, por enviarlo lejos, está a salvo.

–¡No lo toques! ¿¡Me oyes, bastardo!? –Javier sacó fuerzas de flaqueza–. ¡No lo toques!

El secuestrador no respondió. Se limitó a dejar que se desgañitara hasta que su voz se convirtió en un susurro, extenuado por el llanto que le producía la impotencia.

Poco después, su torturador comenzó a dibujar con tiza azul símbolos extraños e irreconocibles sobre una pared del sótano, formando un círculo de un tamaño algo superior a su altura.

Guillermo se había acostado tras una larga sesión de consola. Por fortuna, hacía cosa de un año que los abuelos habían puesto Internet y, aunque ellos no lo usaban mucho que dijéramos, él podía conectarse y seguir haciendo progresar a su personaje.

Mientras que Lúa prefería quedarse en el salón, en su camita, Ren no dejaba a Guillermo ni a sol ni a sombra. Había corrido junto a él mientras pedaleaba por la tarde, ladrando con alegría, le había acompañado mientras machacaba los botones del mando, y ahora estaba en la cama, a sus pies.

De repente, gruñó y levantó la cabeza, en guardia, sobresaltando al niño; Ren era pacífico a más no poder, pero ahí estaba: con el lomo erizado, mirando hacia la pared, mostrando los dientes.

Guillermo se frotó los ojos y miró. Como era lógico, no pasaba nada… ¿O sí? Comenzó a verse, primero casi de forma imperceptible, una débil luz azulada que parecía grabar unos símbolos en el papel pintado que cubría la pared.

“Como si se tratara de runas mágicas”, pensó Guillermo al tiempo que los símbolos crecían en intensidad y formaban un círculo, cuyo interior fluctuó como si se hubiera convertido en la superficie de una laguna.

Asombrado y excitado, el niño se aproximó al círculo, pero se quedó inmóvil porque una figura comenzó a dibujarse entre las ondas, como surgiendo de una masa mercurial. Poco a poco, un hombre alto, embutido en una túnica de basta y gruesa lana marrón, encapuchado de tal modo que no se le podía ver la cara, entró en la habitación dando un simple paso.

El niño estaba inmovilizado, asustado y fascinado, sin saber qué hacer, y el extraño momento fue roto por Ren, que dejó a un lado su postura agresiva y gimoteó, lanzando unos lastimeros gañidos, bajando al suelo de un salto y corriendo a esconderse bajo la cama.

Sin embargo, la reacción de miedo del animal no alertó a Guillermo, fascinado por algo que solo ocurría en los juegos. Frente a él, se erguía un mago, un hechicero, y su imaginación comenzó a correr desbocada.

El hombre de la túnica extendió un brazo y el niño, como impelido por una fuerza superior e irresistible, cogió su mano, una mano pálida y sarmentosa, cubierta por manchas de edad, que le apretó con fuerza en cuanto la tocó.

–Ven –dijo la figura desconocida. Tan solo una palabra.

Y el niño le siguió, atravesando el portal, camino de un lugar de fantasía donde, creyó, sería capaz de cometer actos legendarios.

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