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LA HOMILÍA

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Hoy me siento eufórico. Sentado en la tercera fila de bancos de la Primera Iglesia Ascensionista de Georgia, miro al predicador subir con gesto medido y casi teatral a la pequeña tarima desde la que va a ofrecernos su sermón. Es bien parecido, con el pelo rubio peinado hacia atrás, lo que permite fijarse en su cara ovalada y agradable, de facciones suaves. Sin embargo, al empezar a hablar, la voz contrasta con su aspecto de forma radical, pues es grave, con un punto de histerismo cuando la eleva para remarcar los pasajes más interesantes de lo que dice. Posee una cualidad hipnótica con la que logra que su audiencia, los buenos vecinos del pueblo de Smyrna que se han acercado hasta la carpa que el reverendo instaló hace dos meses en plena campiña, permanezcan en un reverencial silencio, asintiendo con vehemencia.

Soy uno de ellos, un descastado que espera haber encontrado su sitio entre esta gente. Supe de la existencia de esta iglesia por un conocido con el que trabajo, matarife en una central de procesamiento de comida de la cercana Atlanta; me habló de ella con tal brillo de pasión en los ojos que no pude resistirme a acercarme, en esta soleada mañana de agosto de 1908. Oigo las palabras del hombre y las analizo conforme entran en mí pero, poco a poco, empiezo a sentirme mal.

No es lo que yo había esperado.

Sí, habla de fuegos del Infierno, de condenación y castigo, de terribles demonios que profanan los cuerpos de los pecadores con acero, llama y azufre… pero no deja de ser una reinterpretación morbosa de las escrituras cristianas, del libro del Apocalipsis.

Una vez más, me siento engañado y, provocando un coro de murmullos, me levanto y me dirijo a la salida. En mi rostro se aprecia el enfado y veo que mi compañero de trabajo me hace un gesto interrogativo al pasar junto a él.

Sin embargo, es el reverendo quien, interrumpiendo su discurso, me llama la atención.

—¡Señor! —grita—. ¿No es de su agrado lo que oye?

Me vuelvo poco a poco con los ojos entrecerrados, furioso. ¿Quién se ha creído que es ese memo para siquiera creerse digno de hablar conmigo? En un gesto reflejo, meto la mano en mi chaqueta y acaricio el cuchillo que siempre llevo conmigo, pues no se sabe qué puede pasar en estos tiempos.

—Me voy, señor —respondo, con una calma que no siento en realidad—. Déjeme en paz.

—¡Es superior a la Palabra de Dios! —exclama, señalándome. La ira hace que mi cara enrojezca—. ¿Eso cree? ¿Cree que no necesita nada para lograr la salvación?

—¡Salvación! —He lanzado una carcajada ante la estupidez del hombre—. No es eso lo que busco.

—¿Y qué busca entonces? —pregunta él, parpadeando confuso.

—A los míos. A gente como yo —replico.

—¿Como usted? ¿Qué quiere decir, señor?

La insistencia del pastor me hastía: tengo que darle una lección. Me acerco con pasos rápidos a la tarima. Pese a que él está sobre ella, mi elevada estatura hace que le saque media cabeza al ponerme a su lado y parece intimidado, retrocediendo un paso.

—Provengo de una estirpe única —explico, bajando la voz de tal modo que solo me oye él; no es necesario que los demás conozcan mi historia—. Hace años, una mujer se unió impíamente a quien se conoce como “La llave y la puerta”, siendo el receptáculo de una criatura que haría palidecer a tu ridículo Satán. Nací entre gritos de dolor y sufrimiento, un parto que desgarró las entrañas de la vasija carente de alma en que se había convertido la novia de Quien Abre el Camino.

»En todos estos años, no he encontrado a los otros hijos que mi padre tiene repartidos por el mundo. He buscado en todas y cada una de las iglesias, sectas y sociedades que parecían prometedoras, pero, al final, todas son como la tuya.

»Todas son basura.

El reverendo parece, por fin, reaccionar a mi ataque contra su fe y, tras un gemido, dice:

—¿Cómo se atreve…?

No lo dejo terminar. En un movimiento apenas visible para el ojo humano, he sacado el cuchillo y lo he clavado en las tripas del reverendo una, dos, tres, cuatro veces. Al haber proyectado mi brazo hacia atrás en un gran arco, la fuerza impresa en el golpe es brutal, de forma que el filo entra hasta el mango y la sangre surge como un manantial de rubíes líquidos. Los espectadores corren despavoridos lanzando aullidos de terror. El reverendo comienza a derrumbarse y yo, sañudo, sigo atacando, asestando puñaladas en un esfuerzo que me hace jadear. Como siempre que tomo vidas, siento una erección y grito en el idioma de mi padre:

¡Yayi as-Sudhdhadh, I’a, I’a! ¡Y’ai’ng’ngah! ¡F’ai Yog-Sothoth! ¡I’a!

Mi padre estará complacido. No me cabe duda.
La homilía