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RINCÓN DE MUERTE

Tindalos

Perro de Tíndalos (vía http://es.hplovecraft.wikia.com/wiki/)

El inspector Mahoney hizo un gesto de disgusto al ver salir corriendo al patrullero y vomitar con violencia sobre el pequeño jardín que rodeaba la casa. Tiró el cigarro a medio consumir y lo aplastó con el tacón hasta que lo desmenuzó. Cuando pasó al lado del novato, que aun tenía espasmos que lo doblaban por la mitad, ni siquiera le dedicó una mirada: si no estaba hecho para la sección de homicidios, que se fuera a vigilar el tráfico.

Mahoney era un tipo duro, que en sus veinte años largos de servicio había visto las bajezas que era capaz de cometer el ser humano. La visión de la sangre y los cadáveres era algo que no le hacían mover un ápice el bigote gris que colgaba bajo su nariz ganchuda, y sus ojos grises no mostraban emoción alguna al contemplar…

Mahoney se detuvo al entrar en la escena principal del crimen. Por primera vez en mucho tiempo, tragó saliva con sabor a la bilis subida del estómago; no podía apartar la mirada de la pesadilla de huesos desperdigados, carne desgarrada y sangre que pintaba las paredes y el techo de la sala. Parecía como si una bomba hubiera estallado en el interior de la víctima, lanzando sus vísceras a todos los rincones del lugar, que hedía a muerte y heces, al plomizo olor de la sangre y el amargor del vómito.

Una agente, cuyo color se había retirado por completo de su cara, le estaba tendiendo un mando a distancia. Mahoney miró con expresión ausente el objeto y lo cogió de modo mecánico, mientras la mujer decía:

—Debería ver esto. —Señaló a la televisión, una enorme pantalla de alta definición en cuya superficie había lo que parecían dos brochazos de color escarlata.

—¿Qué es? —preguntó tras aclararse la garganta.

—Estaba reproduciendo… algo —respondió ella al tiempo que se ahuecaba el cuello de la camisa, como intentando tomar algo más de aire—. Creo que estaba grabando y retransmitiendo ahí. —Volvió a señalar a la televisión.

—¿Grabando? ¿Con qué?

—Cerca del… cuerpo —explicó, aunque llamar cuerpo a la colección de restos humanos desperdigados era un ejercicio de fe— hay una cámara, inspector.

—Así que mandaba la señal vía bluetooth o algo así, ¿no? —El otro se encogió de hombros, sin saber qué responder. Mahoney se fijó en que unos cables salían de la pantalla hasta un dispositivo de grabación, un disco duro portátil—. ¿Quién ha apagado la televisión?

—Yo, señor —contestó la mujer bajando la vista, temiendo haber hecho algo que no estaba bien. Sin embargo, Mahoney no dijo nada. Se limitó a encender el aparato y contemplar un encuadre fijo del techo salpicado de sangre, junto a la lámpara que colgaba de él y en la que algunas gotas carmesíes se deslizaban por entre sus curvas.

Pulsó el botón con el que paró la grabación y reprodujo lo grabado desde el inicio, según la marca de tiempo, cuatro horas antes.

La imagen mostraba a un hombre de unos cuarenta años, muy alto y de considerable peso, que se movía con lentitud en la misma habitación en la que estaban. La posición de su cuerpo indicaba que estaba grabando un video selfie, y su enorme papada temblaba de excitación cuando hablaba, con voz chillona:

—¡Existen! ¡Por fin he logrado averiguar la forma de contactar con ellos! —Al hombre le tembló el brazo con el que sujetaba el móvil, lo que hizo que la imagen se desenfocara un instante—. La cla… la clave está en los ángulos rectos. ¡Es la forma de escru… escudriñar su mundo!

Con ojos enfebrecidos —Mahoney, gracias a su dilatada experiencia, lo identificó de inmediato como un desquiciado—, el hombre caminó hacia una de las paredes mientras mascullaba algo en voz baja que el policía no llegó a entender. Subió el volumen y arrugó el ceño al escuchar unas palabras en un idioma que, por su cadencia y sonoridad, le recordó al chino, o quizá al árabe. No estaba seguro. Era extraño, con una musicalidad retorcida y siniestra que se deslizó en su mente como si fuera un cuchillo ardiente, provocándole un intenso dolor de cabeza:

Ia, Ia, Tyndalosë agh’gluck. Ia, Ia, Asth’acarag fhtagn

Dirigió el móvil entonces a la esquina en la que suelo y paredes se juntaban, y Mahoney creyó que la difuminación de la imagen se debía, una vez más, a la torpeza del hombre con la cámara. Tuvo que replantearse la idea cuando vio que, aunque la víctima se había arrodillado y quedado quieta junto a la esquina, la zona seguía viéndose de forma borrosa, mientras que el resto de la imagen era nítida en su totalidad.

El inspector se preguntó qué estaba pasando, pero ahogó una exclamación al ver que ese extraño efecto crecía y aumentaba, mientras el hombre alzaba la voz, repitiendo su salmodia una y otra vez, cada vez más enfervorizado:

Ia, Ia, Tyndalosë agh’gluck. Ia, Ia, Asth’acarag fhtagn

Mahoney gritó como nunca en su vida al ver lo que apareció en la zona borrosa de improviso, al tiempo que el hombre, jubiloso, dijo:

—¡Estás aquí! ¡Ven a mí!

La criatura, en efecto, fue hacia él. Un ser escamoso como una serpiente pero de forma vaga, que recordaba a la de un cuadrúpedo del tamaño de un hombre aunque fluctuaba y no adquiría un contorno definido y permanente. Sus fauces, que al abrirse abarcaron casi la mitad de la longitud de la criatura, estaban pobladas de dientes nacarados y puntiagudos como cuchillas, y una enorme probóscide se desplegó desde su interior, buscando una presa de la que alimentarse.

Rincón de muerte