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Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

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Al día siguiente, sin perder más tiempo tal y como había dicho, Elin se puso en camino de nuevo. Cabalgando lado a lado con Perceval y el Bello —quienes en ningún momento pensaron siquiera no acompañarla—, la joven sonreía mientras el sol se reflejaba en sus cabellos aunque, en su fuero interno, sentía una honda preocupación. No era tanto que Merlín se hubiera mostrado arisco y bastante decepcionado con su actitud desafiante como que ante ella se abriera un camino que podría aportarle respuestas que quizá no le gustaran. Una cierta aprensión la invadía al pensar que en el destino que Finárdir le había marcado encontraría lo que podía ser el testamento de su abuela Ula. Elin especulaba sobre lo que podría encontrarse entre los muros de la villa del Cabo de las Almas Dichosas, y las leguas fueron consumidas bajo los cascos de Perlita —la yegua, a la que había dado por perdida al entrar en la finca de Melquíades, había vuelto por sí misma a Camelot demostrando una gran inteligencia—, respondiendo de modo mecánico a las palabras que sus compañeros de viaje lanzaban de vez en cuando.

Estando en estas, cuando habían consumido tres jornadas de viaje y estaban a mitad de camino de su destino, llegaron a orillas de un tumultuoso río, cuyas aguas espumeaban y se agitaban como corceles bravíos provocando un estruendo parecido al de las tormentas veraniegas.

—Es imposible vadearlo —sentenció Perceval con gesto contrariado.

—Busquemos un puente. —Elin, tras decirlo, tiró de las riendas para hacer que su montura fuera río arriba en busca de la forma de cruzarlo y, poco después, llegaron junto a una construcción que los romanos dejaron en esas tierras tras la conquista de los césares: un hermoso puente de dos ojos, conservado de modo excelente, cruzaba el curso de agua, pero el Bello Desconocido señaló a la otra orilla y dijo:

—¡Mirad! Alguien ha plantado su pabellón ahí.

—¿Es eso que veo un estandarte? —preguntó Perceval entrecerrando los ojos—. Un grifo dorado, juraría que es, sobre campo de gules… No me es conocido, si os soy sincero.

—Yo tampoco sé de quién se trata.

Perceval palmeó la testuz del caballo y se mordió el labio inferior con el colmillo, intrigado.

—Vayamos entonces a preguntarle, caballeros —sentenció Elin, acercándose decidida.

Sin embargo, frenó de inmediato a Perlita cuando vio que, de la hermosa tienda del color del nácar salía un caballero armado por completo, de brillante coraza plateada, con el yelmo bajo el brazo, que gritó con voz potente, sobreponiéndose al ruido del río:

—¡No deis un paso más! ¡Pues guardo este puente, y quien desee cruzarlo, habrá de medir sus armas conmigo!

Perceval movió la cabeza en un gesto de negación, pero se permitió una sonrisa cuando dijo con sarcasmo:

—¡Bien! ¡He aquí un aprendiz de Lanzarote!

—¿Cómo decís? —inquirió Elin.

—¿No sabéis cómo entró a formar parte Lanzarote de la Tabla Redonda? —Elin negó con la cabeza—. Dama Elin, algún día os lo contaré —concluyó con una sonrisa misteriosa.

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